Olímpicos
Alejandro Caravario 12y

La perfección fugaz

BUENOS AIRES -- Desde que la descubrió el entrenador Bela Karolyi, en la remota Onesti, en los Cárpatos rumanos, Nadia Comaneci fue tratada como un instrumento de precisión. Una atleta destinada a la perfección, según los designios de una anatomía que, a los seis años, hacía presagiar un producto deportivo impar.

Había otros designios, políticos, que pretendían de su destreza gimnástica un triunfo del proletariado sobre el capitalismo explotador, tal era la lectura afiebrada que se hacía de cada competencia internacional, en especial de los Juegos Olímpicos, arena privilegiada de la disputa sorda entre ambos mundos durante la Guerra Fría.

Los rigores del entrenamiento de elite dejaron surgir sus talentos naturales, las posibilidades plásticas de un cuerpo que parecía invertebrado. Al poco tiempo, un título nacional juvenil dio comienzo a una serie prodigiosa cuyo segundo capítulo rutilante (prólogo de su proeza olímpica) fue el campeonato europeo celebrado en Skien (Noruega), en 1975.

Allí, para asombro de los especialistas, superó con cuatro victorias individuales (3 medallas de oro y 1 de plata) a la pentacampeona de Europa, la rusa Lyudmila Turishcheva. La máquina rumana ya estaba lista.

El equilibrio científico entre precisión y gracia no tenía antecedentes. Tan es así que en Montreal 1976, donde Nadia dejó su marca indeleble en la historia olímpica, el tablero electrónico, en lugar de marcar 10, marcó 1.00.

Claro, no estaban contemplados los dos dígitos, la nota perfecta. Según el criterio idealista de los jurados, tal puntaje nunca había sido una posibilidad cierta, sino una formalidad o una utopía. Pero con Nadia esa raza de inconformistas radicales se rindió. Por primera vez pusieron un 10.

Con 14 años, 40 kilos, 1,48 metro y las líneas más flexibles que ha dado la biología y el entrenamiento prosoviético, Comaneci se entusiasmó con la inauguración del 10 y consiguió siete más. Y se llevó 3 medallas de oro, una de plata y una quinta de bronce. Además, saltó el cerco de un deporte de escasa resonancia para transformarse en un icono mundial, un sinónimo del virtuosismo físico.

Pero se sabe que el esplendor de las gimnastas dura como el de Cenicienta. Cuando en cualquier disciplina apenas se produce el despegue, la rumana estaba en el pináculo. Y poco después -colmo desesperante de la fugacidad- comenzaría su declive.

En Moscú 1980 no era la misma. Había estado un tiempo inactiva y padecía un problema de ciática. No obstante, la memoria de campeona la permitió cosechar dos medallas de oro (suelo y barra de equilibrios) y una de plata (por equipos). Los Juegos Olímpicos Universitarios disputados en Rumania fueron su última aparición en un torneo.

En 1984, con 22 años, ya era una veterana y una celebridad. Y decidió retirarse. Habían transcurrido sólo 6 años de su estruendosa consagración en Canadá.

Su vertiginosa carrera se produjo con un telón político siniestro: la dictadura de Nicolae Ceaucescu. La atleta no pudo evitar convertirse en una bandera del régimen y hasta habría tenido una relación más íntima que la amistad con uno de los hijos del dictador.

De acuerdo con la versión que le atribuye una vocación libertaria, Nadia huyó de Rumania (a pie, fraguando sus documentos, como en una película de espías) harta de la persecución política.

Sin embargo, las fechas no apoyan del todo este relato. El matrimonio Ceaucescu fue ajusticiado en la navidad de 1989; Comaneci escapó tres días después. Temerosa quizá de que con la renovación política le cobraran algunas deudas. En cualquier caso, finalmente recaló en Estados Unidos, la tierra prometida de las personas libres, sin mácula en su nombre dorado.

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