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Nadia Comaneci, la estrella fugaz que enamoró al mundo entero

De Montreal 1976 se ha quedado un sólo momento congelado en la memoria colectiva: el primer “10 perfecto”, el de Nadia Comaneci en las barras asimétricas. Ese que se convertiría en uno de los más icónicos en la historia de los Juegos Olímpicos. El de la pequeña para la que el mundo no estaba preparado, ni los entonces novedosos marcadores electrónicos con sólo tres dígitos.

Para la posteridad quedó la imagen de la jovencita confundida al ver el 1.00 hasta que alguien le avisó que se debía a que no cabía otro cero. La niña de 14 años, 1.52 m de estatura y 39 kg proveniente de un pequeño país en Europa del Este, Rumanía, que vivía bajo el yugo de un brutal régimen comunista que sonreía poco y hablaba menos, pero que volaba como hada.

La consistencia con que Nadia ejecutaba sus rutinas sin cometer error le valió seis “10 perfectos” más en esa misma edición.

No era una casualidad. Para ella, cualquier cosa que no fuera una ejecución perfecta era una pérdida de tiempo.

Así la educaron los Karolyi, sus entrenadores desde la infancia, y con esa mentalidad arrasó con tres medallas de oro, en el all-around individual, barra de equilibrio y barras asimétricas . Las otras dos fueron para la soviética Nelli Kim, que también tuvo dos calificaciones de “10 perfecto”.

Siguió dominando en Moscú 1980 con otras dos medallas de oro en la barra y ejercicios de suelo para desaparecer de la faz de la tierra tras la Universiada de 1981, su última competencia. Fueron sólo cinco años de alta competencia para Nadia Comaneci, pero su aportación en ese periodo va mucho más allá del momento “cumbre” de unos Juegos Olímpicos.

Desató una infinidad de cambios de un muy profundo impacto en la disciplina. Hasta ese momento la gimnasia artística femenina se movía en cámara lenta. Estaba confinada dentro de los límites de lo estético y placentero para el público. Había dolor y riesgo como en cualquier deporte de elite, pero mientras menos se notara, mejor.

La feroz competitividad atlética, la fuerza física, la importancia de la técnica y las acrobacias de alto nivel de dificultad estaban reservadas para los hombres. Eran ellos los que trabajaban de sol a sol perfeccionando sus rutinas. Los que mostraban una disciplina asfixiante.

A ojos de la grada, las chicas eran bailarinas atléticas. Punto.

Larisa Latynia y Vera Caslavska reinaron por años con rutinas en las que la gracia y la elegancia en la ejecución primaban sobre la técnica y el nivel de dificultad de los ejercicios. Adultas completamente formadas que conquistaron sus primeras medallas olímpicas bien entradas en sus 20's.

Todavía reinaban cuando irrumpieron las adolescentes. Lyudmila Torisheva, en 1968; Olga Korbut, en 1972. Con sus dos coletas y cuerpos apenas desarrollados, enternecían y maravillaban al mundo con su agilidad, sobre todo Olga, que a la gracia añadió temeridad.

Nadia voló para terminar de cimentar ese giro a gran escala hacia una competencia más atlética. En ese ejercicio en las barras asimétricas, Nadia introdujo una innovación crucial. Fue la primera en soltar exitosamente la barra para volverla a ‘pescar’ segundos después. El auditorio entero exclamó un '¡Oh!' al unísono, pues jamás habían visto algo parecido.

A eso hay que agregarle la serie acrobática con que marcó su salida. Antes de Nadia, las barras asimétricas no eran vistas como un aparato acrobático. A partir de entonces, los ejercicios con que Nadia hizo contener la respiración a la grada ya eran requerimiento para cualquier rutina que pretendía competir por una medalla.

En la barra de equilibrio, su fuerte y donde también se adjudicó otras tres calificaciones perfectas sin mostrar un sólo titubeo, Nadia realizó hasta seis ejercicios acrobáticos más que las que le habían dado el oro a Olga Korbut cuatro años antes. Acabó, irremediablemente, con las rutinas de baile en la barra.

Las perpetuamente cambiantes reglas de la Federación Internacional de Gimnasia tuvieron que correr para ponerse al día con la pequeña. Se empezaron a conceder puntos extra por la dificultad en las acrobacias, se introdujeron elementos acrobáticos obligados conforme las gimnastas, inspiradas en Nadia, los incorporaban a sus rutinas.

Se trataba de acrobacias desarrolladas hacía años por la rama varonil y que llegaron exitosamente al terreno femenil en gran parte porque los entrenadores, que antes de 1976 trabajaban exclusivamente con hombres, empezaron a entrenar a las atletas femeninas con el mismo método de exigencia, incentivos a la competitividad y horas de trabajo detrás.

Como consecuencia del incremento en el nivel de dificultad, la puntuación se “abarató” de alguna manera, pues a partir de entonces empezaron a caer los “10 perfectos” como lluvia. Se habían otorgado calificaciones tan altas a alguna que otra atleta titubeante, que no quedaba más que conceder la calificación más alta a quien lo hiciera mejor. Y es que el nivel de dificultad cada vez era más alto.

En 1993 un nuevo set de reglas puso fin al problema hasta que el 2006, el “10 perfecto” prácticamente dejó de existir cuando se introdujo el nuevo Código de Puntuación.

Hoy parten del “10” cuando la rutina propuesta es más compleja y se les van restando puntos o décimas por errores en la ejecución. La perfección volvió a ser algo imposible de alcanzar.

Pero ha sido gracias al camino que abrió Nadia que las chicas dejan el alma en el intento de alcanzarlo. Antes de Nadia, las piruetas con que Gabby Douglas se adueñó del salto de caballo estaban reservadas para los hombres. Era impensable un equipo femenil con la fiereza con que las “Magnificent Seven” de los Estados Unidos conquistaron la medalla de oro por equipos en 1996. Sin Nadia, no habríamos visto la obsesión perfeccionista de Mary Lou Retton, Nastia Liukin o Carolina Ponov.

Sin Nadia, a Kerri Strug no se le habría ocurrido competir con el tobillo deshecho, cargando además con la responsabilidad de asegurar el oro para su equipo.

Nadia se borró de la faz de la tierra en 1981 obligada por el régimen. Se le vio fugazmente en 1984, cuando fue invitada por el COI a los Olímpicos de Los Angeles y sorprendentemente se le permitió la salida del país.

Hasta 1989, tras su escape de Rumanía, no se volvió a saber de ella. Mientras tanto, circulaban infinidad de historias dramáticas y calamitosas en torno a la gimnasta que, sin pedirlo, se había convertido en herramienta propagandística. Que vivía bajo absoluto control del gobierno (cosa cierta).

De dijo que vivir bajo vigilancia la había destrozado. Que padecía anorexia. Que la habían convertido amante obligada del hijo del dictador Nicolau Ceausescu. Historias sobre la peligrosa huída a media noche y la dolorosa despedida de su familia en la frontera con Hungría (también cierto). Que el promotor que organizó su escape de Rumania tres semanas antes de la caída del dictador también la quería controlar. Que no, que en realidad se trataba del amante casado y por eso se fue a recluir a Montreal durante casi dos años.

Historias truculentas que ella misma, convertida ya en leyenda, niega tajantemente cada que puede. Historias que, ciertas o falsas, no van a cambiar el hecho de que en la memoria colectiva vivirá perpetuamente como la primera niña perfecta, aunque sea mucho más que eso.

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