Eduardo Alperín 20y

Historia de los Juegos - Atenas 1896, el inicio de la Era Moderna

BUENOS AIRES -- Y llegó el día. Nacían los primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna. Los dioses del Olimpo volvían a presidir el cielo de Grecia. Habían transcurrido 1.502 años desde el decreto de Teodosio el Grande prohibiendo los antiguos juegos.

Atenas era una fiesta desde el amanecer de aquel lunes 6 de abril de 1896, correspondiente al 25 de marzo del calendario juliano griego. El estadio abrió sus puertas al mediodía y a las tres de la tarde lo abarrotaron cerca de 70.000 personas, mientras otras 10.000 se ubicaban en las colinas circundantes.

Por una amplia alfombra roja hizo su entrada la familia real ovacionada por su pueblo. Un desordenado desfile de los 285 atletas (197 griegos y 88 de los otros 12 países participantes) abrió la ceremonia inaugural, aunque los griegos guardaron una formación en bloque y lo hicieron con gallardía.

La multitud hizo silencio y el rey Jorge I, luciendo su vistoso uniforme de general, pronunció la frase: "Proclamo abiertos los Primeros Juegos Internacionales de Atenas, que celebran la primera Olimpíada de la Era Moderna".

Mientras las salvas de cañón, bandas de música y una masa coral cantaba el himno de los Juegos, el joven de 33 años observó cómo la bandera griega subía al tope del mástil y centenares de palomas cubrían el espacio. Se estremeció y pensó: "Valió la pena tanto esfuerzo. Vendrán muchos problemas que deberé enfrentar. Al final lograré que la educación y el deporte conformen una unidad".

Ese joven escuchó otra salva de cañón como anuncio de la primera prueba. Sólo en ese instante, Pierre de Fredi, barón de Coubertin, advirtió que su sueño era realidad: los Juegos Olímpicos de la Era Moderna estaban en marcha.

EL PRIMER GANADOR
El primer ganador fue James B. Connolly, quien con un deplorable y ridículo estilo, se impuso en salto triple. De esa manera fue también el comienzo de oír asiduamente el himno norteamericano y ver subir a los mástiles la bandera de barras y estrellas.

Tan ridículos como los de Connolly, eran los desplazamientos de su compatriota Robert Garrett en el lanzamiento del disco, una especialidad desconocida fuera de Grecia. Garnett, que se dedicaba al lanzamiento de la bala, estudió los dibujos de las ánforas antiguas y mandó fabricar un enorme y pesado artilugio para ir entrenándose.

En el momento de la verdad se encontró que el disco griego era más pequeño y más liviano. En el calentamiento y en los dos primeros intentos, los movimientos de Garnett eran tan torpes y sus envíos carentes de dirección que el público lo tomo en broma, abucheándolo y riéndose de él.

Pero de la broma al estupor hubo apenas un paso. En la tercera y última oportunidad, Garnett se quedó con el triunfo y toda Grecia se indignó al verse despojada de su especialidad atlética favorita. Y a la vez, el norteamericano se convertiría, al día siguiente, en el primer doble campeón olímpico, al triunfar en bala.

AVENTURA EN EL MAR
Tres pruebas constituían el calendario de la natación, todas ellas de estilo libre. ¡Y tan libres, como que se disputaron en mar abierto!. El escenario fue la bahía de Zea, en el Pireo. Y tanto la salida como la llegada estaban establecidas por barcazas y boyas.

El mar estaba picado y los problemas crecieron por el mal tiempo. La última prueba era sobre 1.200 metros. Tres botes llevaron a los nueve participantes y a los jueces hasta la largada. El mar estaba embravecido y a poco metros de la partida el lote se redujo a cuatro nadadores.

El húngaro Hajas, que había ganado en 100 metros, cuenta en sus memorias: "Para cubrirme del frío unté mi cuerpo con grasa, pero nada podía hacer para contrarrestar las fuerzas de las gigantes olas. Era cómodo puntero, pero sentí fuertes calambres cuando faltaban 400 metros".

"Busqué una embarcación para protegerme y advertí que a mi alrededor imperaba la soledad. Los barcazas se habían ido. Reviví la visión de mi padre ahogándose en el Danubio, cuando mis brazos no pudieron sostenerlo. Entonces, puse todas mis fuerzas en las brazadas y las patadas. Me impulsaba una supuesta imagen suya tendiéndome sus manos. Y sólo cuando toque tierra volví a la realidad, mientras el público me ovacionaba".

"¡PROFESIONALES!"
Aunque no fue la jornada de clausura, el viernes 10 de abril de 1896 fue el día memorable de los primeros Juegos. El día de la maratón, donde los griegos esperaban una victoria compensatoria de haber perdido su prueba clásica: el lanzamiento del disco.

Mientras se cubría la distancia entre Maratón y Atenas, se desarrollaban en el estadio las pruebas finales de atletismo, alternadas con las competencias de esgrima y de lucha grecorromana, para el entretenimiento de la multitud.

Pero el público estaba nervioso, tanto por las primeas malas noticias procedentes de la maratón, como por las repetidas victorias norteamericanas, a las que sumaron en esos momentos los triunfos en vallas y salto con garrocha, para exasperar más el ánimo de los espectadores, quienes se unieron en un grito: "¡Profesionales!", al no comprender esa superioridad y achacar a una supuesta dedicación profesional el abismo que los separaba de los amateurs helénicos.

La bronca se hacía cada vez más intensa, cuando, de pronto, entró un jinete a caballo y anunció la cercanía de los maratonistas, con ¡un griego al frente! Desaparecieron los gritos acusatorios y afloró en toda su dimensión el clamor patriótico.

SPIRIDON LOUIS
La leyenda cuenta que Filípides, el soldado-mensajero, enviado para anunciar la victoria de la batalla de Maratón, había muerto al llegar a Atenas y se ponía en duda si los atletas podrían completar los cuarenta y pico kilómetros de la distancia histórica. Los ensayos previos demostraron que era posible y la maratón fue incluida en el programa.

Hubo 37 inscriptos, 12 desistieron antes de la partida. Entre los 25 restantes sólo habían tres norteamericanos y un húngaro. En el grupo de los griegos había un hombrecillo de 1,63 metros de estatura, que en su niñez fue pastor y luego panadero, albañil y cartero, esto último como si fuese descendiente del mensajero Fílipides.

Se llamaba Spiridon Louis. Al cabo de tres horas de extenuante esfuerzo, hizo su entrada triunfal al estadio, con el número 17 sobre su vestimenta blanca. A modo de escolta, en medio del delirio general, entró un escuadrón de caballería.

El entusiasmo rompió con todos los reglamentos y protocolos. Los príncipes Constantino y Jorge saltaron a la pista, agarrando cada uno por un brazo a Louis y cubriendo con él los últimos tramos de la carrera. La multitud invadió la pista.

Atenas y Grecia vivían su día más feliz, porque Spiridon Louis, el pastor de Marussi, era el sucesor del heroico mensajero de Maratón y la estrella rutilante de los Primeros Juegos Internacionales de Atenas, que celebraron la primera Olimpiada de la Era Moderna

LA FINANCIACIÓN DE LOS JUEGOS, LOS VIAJES Y UN CASO EXTRAÑO
Grecia festejó alborozada la designación, pero estaba sumida en la miseria y en las luchas intestinas y palaciegas. La alegría dejó paso al temor. No había dudas. El país estaba en la ruina y unos teóricos "gastos suntuarios" hubieran sembrado la inquietud y despertado la reacción de las potencias acreedoras. ¿De dónde saldría el dinero para organizarlos? Couberin tiró muy por debajo los números y aseguró que 250.000 dracmas bastaban para contar con un estadio y sus tribunas de madera.

Comenzó una colecta y se recaudaron 130.000 dracmas. Luego aumentaron los ingresos con la emisión de sellos postales, los primeros dedicados al deporte en el mundo. Poco después el panorama se agravó. Cayó el gobierno y todo parecía perdido, más ante la evidencia de que la cifra prevista por Coubertin distaba de ser la real.

El príncipe Constantino, ferviente defensor de los Juegos, le envió una carta al poderoso industrial griego Georges Averoff, residente en Alejandría, solicitándole un crédito. La respuesta superó con creces las petición del príncipe. Averoff donó un millón de dracmas, dejando su bolsa abierta por si era necesario más dinero.

Gracias a ello se pudo levantar un nuevo estadio, que en su parte central era de mármol, como requería el orgullo griego, y los laterales de madera.

Con lo obtenido a través de las donaciones, los sellos y las ventas de entrada, se construyeron el velódromo y el pabellón destinado al tiro.

Por entonces no existían los comités olímpicos nacionales actuales. Los gobiernos no solventaban los gastos de traslado. En Estados Unidos, la Boston Athetic Association seleccionó a cinco de sus atletas, un nadador y dos hermanos tiradores. Cuatro estudiantes de Princeton se unieron al grupo, costeando los gastos el padre de uno de ellos. Lo mismo ocurrió con un estudiante de Harvard.

Los europeos tuvieron que ser subvencionados por los clubes o sociedades deportivas y también con colectas entre sus compañeros y amistades de sus familias. También algunos de los que concurrieron fueron en plan turístico y actuaron.

El ejemplo más anecdótico es el de australiano Edwin Flack, que estudiaba en Londres y resolvió acompañar a sus compañeros de club. Una vez en Atenas, decidió competir en sus dos especialidades. En atletismo ganó en 800 y 1500 metros; en tenis fue tercero en doble mixto.

Sus compañeros festejaron sus éxitos e izaron la bandera británica, pero Flack pidió -al día siguiente- que se lo considerase australiano. Así es como su país consta como participante de los primeros Juegos Olímpicos, cuando en realidad Australia nació como nación recién cuatro años después (1 de enero de 1901), cuando dejó de ser una colonia británica.

Eduardo Alperín fue columnista de ESPN.com por 16 años. Falleció el pasado 25 de abril.

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