Aunque los guardias no trascendemos mucho en la NFL, a mí tal vez me conozcan por haber sido miembro de los "Hogs", los cerdos más famosos en la historia de la liga. Pero hay algo que tal vez no sepan de mí...
Yo era un jugador sucio.
Tenía esa reputación, y la tenía bien ganada. Yo trataba de que esa fama no saliera del círculo de jugadores y llegara a oídos de los árbitros. No siempre lo conseguía, pero al menos no hacía lo contrario...
Nunca entendí a Conrad Dobler, guardia de St. Louis, New Orleans y Buffalo, quien hacía propaganda de su juego sucio. No comprendo a los tipos como él, que vuelven públicas sus malas intenciones. En los días previos a un juego amenazan con hacerle daño a un rival, y lo único que logran con eso es que los réferis los miren con mayor atención el domingo, y estén más predispuestos a lanzar pañuelos.
En aquellos Redskins, ganadores de dos Super Bowls en los '80, teníamos un excelente ala defensiva llamado Dexter Manley. Era una máquina de capturar mariscales, pero le costaba cerrar la boca. Nuestro entrenador en jefe, Joe Gibbs, no sabía cómo hacerlo callar.
Antes de un partido con los 49ers, Manley dijo frente a los medios que le arrancaría la cabeza a Joe Montana. Su intención era amedrentar al QB de San Francisco, pero había un efecto colateral indeseado: los árbitros iban a estar atentos a la situación, obviamente, e iban a castigarlo ante cualquier golpe dudoso. Recuerdo haberle dicho a Manley en más de una ocasión: "Oye, no les muestres un banderín rojo a los hombres de los banderines amarillos".
Yo mantenía mis acciones non sanctas lo más ocultas posible de la mirada del público, de la prensa y de las cebras. Pero los oponentes sabían muy bien a qué se enfrentaban.
En 1983, Atlanta reclutó en la primera ronda del draft a un liniero defensivo llamado Mike Pitts. En la Semana 14, los Falcons nos visitaron en el RFK Stadium. Antes del partido, Pitts se acercó a Ken Huff, un guardia que se había unido a nosotros esa temporada, proveniente de los Colts, y le preguntó: "¿Es Mark May realmente tan sucio como parece en video?"
Minutos después, cuando Huff me contó lo que acababa de suceder, supe que Pitts era mío. Gracias a mi reputación, me había metido en la cabeza del novato antes de que comenzara el juego. Ganamos 37-21, y nuestro mariscal Joe Theismann sufrió sólo una captura, y no fue a manos de Pitts, desde luego, sino de Jeff Merrow, el ala defensiva que formaba en el extremo opuesto.
Aprendí a jugar sucio de un eximio profesor, una eminencia en la materia: Randy White, tackle defensivo de Dallas, a quien veía dos veces por año en nuestros choques con los Cowboys, rivales divisionales y enemigos acérrimos de Washington.
Imitando a White comprendí que un buen jugador sucio no intenta lesionar al rival. No trata de sacarlo del partido y mucho menos ponerle fin a su carrera. El verdadero artista del juego sucio hace pequeñas maldades, suficientes para desconcentrar al oponente, desenfocarlo, hacerle perder la compostura y así salirse del partido. No se trata de sacarlo del juego físicamente, sino mentalmente.
En uno de los duelos con Dallas, al retirarme de una pila de hombres pisé la mano de White. Lo hice de tal forma que los réferis no lo vieran. Y si lo vieron, seguramente pensaron que no había sido intencional. No hubo castigo, y al dirigirme a las laterales vi a mi compañero Ron Saul, un guardia que había llegado a Washington proveniente de los Oilers, hacerme señas desesperadas de que me volteara. Giré justo a tiempo. White venía como un rinoceronte hacia mí, y logré esquivarlo. Si Saul no me hubiera avisado, habría recibido una terrible embestida por la espalda.
El jugador sucio siempre ataca por la espalda. El golpe por detrás es su máxima insignia. Otros, los no tan buenos, usan un arma con la que jamás comulgué: el dedo en el ojo. Uno de ellos era Al "Bubba" Baker, el gigantesco ala defensiva de los St. Louis Cardinals. Él encontraba siempre la oportunidad de hacer contacto con tu globo ocular.
Al comenzar un partido ante los Cards, en la primera jugada le dije a Bubba: "Si metes tu pequeño dedito en mi ojo, meteré mi enorme piezote en tu trasero".
Se portó bien hasta la mitad del segundo cuarto. Pero entonces no pudo con su naturaleza y me dio con su maldito dedo en el ojo. No necesité más. No reaccioné instantáneamente, porque los árbitros nunca castigan al que provoca, sino al que la devuelve, pero a partir de la siguiente jugada desaté mi arsenal de trucos sobre la humanidad del pobre Bubba. Pisotones, golpes en las costillas, rodillazos en la espalda. Para el final de ese segundo cuarto, el tipo estaba llorando frente a los árbitros, rogándoles que por favor vieran lo que yo le estaba haciendo.
Los réferis no le hicieron caso, y yo gané la batalla: Bubba no salió a jugar en la segunda mitad.
Otro recurso del jugador sucio es el escupitajo.
En un partido con New York, Carl Banks, apoyador de los Giants, lanzó una escupida que cayó sobre mi brazo. Al recordar el episodio pienso que tal vez él no lo hizo adrede, quizás no se dio cuenta de que su proyectil me había impactado, pero eso no me importó en ese momento. Me salí de mis casillas. Cargué contra él, lo derribé, y una vez en el piso le escupí en la cara.
Banks enloqueció. Se levantó furioso, mientras nuestros compañeros nos separaban. Me insultaba, decía que iba a matarme. Luego intentó escupirme, pero había gritado tanto que ya no tenía saliva, y eso lo enojó aún más. Para detenerlo hizo falta que interviniera la línea defensiva entera de New York, más el apoyador Lawrence Taylor.
Taylor era la gran estrella de aquellos Giants. Él y Reggie White, el poderoso ala defensiva que en esa época era miembro de los Eagles, fueron los dos mejores jugadores que me tocó enfrentar en mi carrera.
Yo trataba de golpear a Taylor en la garganta o en el estómago, para que no alineara de mi lado. Definitivamente no quería enfrentarme a él, porque sabía que tarde o temprano me iba a vencer. Era incansable. Si lograbas derribarlo, L.T. se levantaba y seguía persiguiendo al mariscal. En mi opinión, los Tar Heels de North Carolina produjeron dos de los mejores jugadores en la historia de sus respectivos deportes: Taylor en fútbol americano y Michael Jordan en básquetbol.
Esos duelos contra New York a mediados de los '80 eran tremendos. El coach Gibbs aseguraba que la "Big Blue Wrecking Crew" de los Giants era incluso más dura de enfrentar que la "Defensiva 46" de los Bears. Lo cual era mucho decir.
La defensiva de Chicago era tan dura, que me hacía anhelar el juego aéreo.
Un liniero ofensivo interior siempre desea que su equipo corra el balón, pero eso cambiaba cuando te enfrentabas a los Bears. Yo no quería que corriéramos, para no tener que arremeter contra el apoyador Mike Singletary.
Yo pensaba que "ver las estrellas" era algo que se decía en sentido figurado. El Samurai me enseñó que era algo que se decía en sentido real. Un golpe suyo en el mentón me dejó tendido en el piso, con estrellitas girando alrededor de mi cabeza. Al borde estuve del desmayo.
Nadie golpeaba como Singletary. Para mí, él era el ícono de aquellos Bears. Él, el entrenador en jefe Mike Ditka, y el corredor Walter Payton, el tipo con más clase que yo haya conocido en la NFL.
Por favor, no nombren al tackle defensivo Dan Hampton en la misma oración que ellos tres. A mí me tocaba alinear frente a Hampton cuando nos medíamos con Chicago, y puedo decirles que Hampton sólo era un ícono de la sobrevaloración.
Declaró en una entrevista que nosotros enviábamos dos hombres a bloquearlo. Lo siento, Dan; jamás enviamos más de uno.
De hecho, contra los Bears utilizábamos un sistema que no permitía dobles bloqueos, así que a nadie de ese equipo le asignábamos más de un hombre. Y si lo hubiéramos hecho, lo habríamos hecho con Singletary o con el ala defensiva Richard Dent; no contigo, Dan.
Hampton siempre se consideró a sí mismo más de lo que era como jugador, pero algo debo reconocerle: era un tipo resistente. Le reconstruyeron varias veces las rodillas, y él continuaba jugando. En total se sometió a 10 cirugías de rodilla durante su carrera, cinco en cada pierna.
Ese dato sirve para graficar lo violento que es este deporte. Me sigue sorprendiendo, al recordar nuestros duelos con Chicago y New York, el tremendo nivel de agresión con el que jugábamos. Los golpes sucios son cosas de niños, comparados con los choques legales que se producen a cada minuto dentro del emparrillado.
¿Vieron alguna vez un juego de hockey sobre hielo? ¿Les pareció salvaje? Bueno, pues un ejecutivo de esa liga dijo alguna vez que hay "más violencia en un solo partido de la NFL, que en toda una temporada de la NHL".
Cuando nos reunimos con el resto de los "Hogs" --el centro Jeff Bostic, el guardia Russ Grimm y los tackles Joe Jacoby y George Starke, entre otros--, de lo que más hablamos es de los golpes que dábamos y nos daban en aquellos años.
No eran sólo los Bears y los Giants. Igualmente terribles eran los choques contra los Raiders de Howie Long, Reggie Kinlaw, Lyle Alzado, Matt Millen y Ted Hendricks. Siento dolor de sólo nombrarlos, además del amargo sabor por la paliza que nos propinaron en el Super Bowl XVIII. Una derrota completamente inesperada, porque no sólo éramos los campeones defensores, sino que en esa misma campaña habíamos derrotado a esos mismos Raiders en temporada regular.
Y además estaban los Cowboys. Ya mencioné a White, pero quien más jaquecas me daba era John Dutton. En una junta de "Hogs" me jacté del duro trabajo que implicaba frenar a Dutton, y los demás miembros de la cofradía me menospreciaron.
"Debes estar bromeando", dijo Jacoby; "yo tenía enfrente a Harvey Martin".
"¡Y yo a Too Tall Jones!", gritó Starke.
En lo que todos estamos de acuerdo es en que uno sólo se percata verdaderamente de la violencia a la que se sometía, cuando se retira de la NFL y toma distancia del juego.
Era inevitable que en ese ambiente feroz sucediera algo como la espantosa lesión de Theismann, que el mundo entero presenció en Monday Night Football.
L.T. le quebró dos huesos --la tibia y la fibula-- en un solo golpe. Y Theismann no era un hombre débil. Era bastante duro. De hecho, había pretendido que lo consideráramos uno de los "Hogs".
Tres años antes de que Taylor acabara con su carrera, Theismann, justamente en un partido frente a los Giants, hizo algo que él consideraba suficiente para merecer entrar a nuestro club. Caíamos 14-3 en la segunda mitad, cuando el QB realizó un potente bloqueo, que abrió el camino para que anotáramos un touchdown por tierra. Terminamos ganando 15-14, y Theismann propuso que lo aceptáramos como miembro de la fraternidad por esa jugada.
"No sé si puedo ser un 'Cerdo'," dijo, "pero al menos admítanme como pequeño lechón".
Nosotros habíamos aprobado que el corredor John Riggins fuera "Cerdo Honorario", y habíamos abierto el círculo incluso a un par de alas cerradas: Don Warren y Rick Walker. Pero esto era demasiado.
Tras un breve cónclave, el directorio llegó a una categórica respuesta para Theismann: "Lo sentimos, amigo. No hay lugar para mariscales en los 'Hogs'."