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Ahora sí, Messi, dime de qué estás hecho

RÍO DE JANEIRO, Brasil -- El Mundial Brasil 2014 debía ser potestad de otros. De varios, pero de otros.

1.- Debía ser el Mundial de Brasil para conseguir el sexto campeonato del orbe.

2.- Debía ser el Mundial de Cristiano Ronaldo para confirmar su posibilidad de refrendar los mimos de oro de FIFA, y finalmente ser generoso con la selección de su país.

3.- Debía ser el Mundial de España para ratificar que la armonía en la cancha, bajo la cadencia rítmica del tiki-taka, podía ser una escuela envolvente en el universo del futbol.

4.- Debía ser el Mundial de Neymar para colocarse en esferas hasta ahora prohibidas. No pertenece, de momento, ni siquiera a la élite de CR7, y mucho menos puede ser heredero de genios de su raza, de su patria, como Pelé, Garrincha o Ronaldo.

5.- Pero, sobre todo, debía ser el Mundial de Lionel Messi para que certificara incuestionablemente que merece un altar en el mismo retablo donde están Pelé y Maradona.

Y sin duda de estas cinco apuestas casi universales, nadie podía contemplar el fracaso de Brasil, consumado tras el lacerante y desgarrador 7-1 que le impuso Alemania, y que debe ser más doloroso tras las declaraciones de los jugadores germanos en el sentido de que se les pidió tener clemencia y no humillar al anfitrión, algo, al final, sin duda, más humillante que el marcador mismo.

Pero a nivel personal, expectación y expectativas mundiales se apoltronaron con el regocijo de ver a Messi en su manifestación más poderosa, en el clímax de su talento, en la obertura suprema de su virtuosismo.

Seis juegos, y nada. Cierto, cuatro goles, asistencia, y coloca a Argentina a mitad de la ruta en que se encuentra: la Final de la Copa del Mundo.

Pero en los dos recientes encuentros, Messi es el mismo de sus más recientes meses con el Barcelona.

Se especuló siempre, que ese desdén, esa apatía, esa renuncia con el Barcelona, ese año sabático con los azulgranas, era una decisión estricta de cuidarse para el Mundial de Brasil. De no exponerse físicamente, aunque en ello se fuera de por medio Liga, Champions y sobre todo, la respetabilidad culé en Europa.

Y muchos le justificaron de esa manera. "Le ha dado tanto a su equipo, que ahora quiere dárselo a su país", decían algunos antes del Mundial.

Seis partidos y todos siguen esperando. Especialmente porque no se esperaba de él, un jugador que se conformara con sobresalir del montón, sino que en verdad se atreviera a desafiar a leyendas del futbol y de mundiales como los insuperables, y para él inalcanzables, Pelé y Maradona.

Ambos, O'Rei y Diego, no dejaban a su equipo a la deriva. Reclamaban la pelota, arengaban a su grupo, ponían el ejemplo silencioso con acciones estruendosas y explosivas. O si era necesario, pegaban el grito en el momento oportuno. Y confrontaban patadas, y apretaban la pierna.

Tal vez el ejemplo más contundente es el Maradona de 1990. Con el tobillo hecho talco, hecho añicos, infiltrado, poniendo en riesgo su carrera, vomitando en la intimidad del dolor en el medio tiempo, así, fue el caudillo del equipo.

Messi, ante Bélgica y Holanda, especialmente, se escondió. No peleó una pelota con ese ímpetu del capitán de un equipo como el argentino, donde la testosterona del guerrero rebasa el termómetro de cualquier competición.

Es sabido: la casta del futbolista albiceleste no mengua ni envidia ante el ponderado espíritu aguerrido de los alemanes, y mucho menos ante la garra uruguaya.

Y además, Messi no reclama balones, los espera. No ayuda a recuperarlos, para eso tiene a nueve mastines distribuidos en la cancha. Por momentos camina y prueba de ello es que proporcionalmente sus kilómetros recorridos están por debajo hasta de jugadores que no pasaron los octavos de final, y por supuesto palidecen ante los de sus compañeros.

Pelé y Maradona no eran así, guardando distancia incluso respecto a las diferencias de ritmos e intensidad físico-atlética de hoy.

Todos pues, siguen esperando a Messi. A que el jugador que debía consolidar su matrimonio con la inmortalidad en Río de Janeiro, lo consiga y lo consume.

Le queda un partido. Le quedan 90 minutos. O 120. Pero son, y para él deben ser, los 90 ó 120 minutos más importantes de su carrera. Podrá jugar en Rusia 2018, sin duda, pero esta debe ser la gran oportunidad de su encumbramiento. La gloria no debe esperar. La consagración no puede esperar.

Es cierto que Bélgica y Holanda, en especial en ciertos momentos del juego, demostraron su riqueza en disciplina táctica, por la forma tan impecablemente sincronizada en la que lograban encapsular a Leo. Era evidente que habían practicado más en los días previos sobre cómo anularlo, por encima de cómo imponerse al equipo argentino.

Y seguramente ocurrirá lo mismo este domingo con Alemania, en el que estará aún más aislado de lo que estuvo ante Holanda y Bélgica.

Pero Messi debe entenderlo: tiene una deuda con Argentina, tiene una deuda con millones de seguidores de otras nacionalidades que lo idolatran, que lo veneran, que lo reverencian, y tiene una deuda con el Barcelona y su afición, a los que dejó atónitos, estupefactos y amargados en la temporada 2013-2014, pero que se verían recompensados al saber que su sacrificio fue exaltado y redimido en Brasil 2014.

Pero sobre todo, Messi le debe a Messi. Un portento de futbolista como el que es, no puede irse como una pieza más del ajedrez argentino.

Incluso, ha fallado como capitán. El genio, en impasse, en letargo, es él. Sin duda. Pero, el caudillo, el capitán sin gafete, el poder tras el trono, es Mascherano.

Prueba de ello es cuando se acerca a Chiquito Romero y le dice: "Esta es tu noche para convertirte en héroe", y sale a atajar los penales a Vlaar y Sneijder.

Ese mensaje, esa arenga, esa motivación, ese discurso estremecedor, no correspondía a Mascherano, sino al capitán, a Messi. Pero El Jefecito sabía –y sabe—que el jefe, es él y no Messi.