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La Pelea del Siglo: día 4 y 5 (... y 6)

Ví sus tacones negros con broches dorados, la coquetería en la pintura de las uñas de sus pies; y supe que no escribiría por tres días.

Me perdería en mi mente cada vez que tomaba sus rizos entre sus manos para enredarlos.

Nunca imaginé, sin embargo, que terminaría en la barra de un casino de mala muerte en Las Vegas al lado de un blanco cincuentón californiano, orgulloso de cuatro divorcios y cuyos mejores consejos se los dio su padre. Todos ellos sobre cómo apostar.

-Nunca apuestes cuando la mesa tenga una carta alta-, dijo mi Sensei de Black Jack mientras él bebía un Jim Beam con cola y yo una cerveza clara- es probable que tenga un 10 oculto y pierdas.

-Más dinero que el gastado en taxis (con la propina exigida), no creo- le contesté.

Confieso que la memoria me falla. Resulta probable que la fidelidad de mi relato tenga un poco de ficción o distorsión luego de cruzar las calles por los puentes peatonales de la Ciudad del Pecado. Porque los puentes en las Vegas -el único lugar donde los indigentes se encuentran por encima de cualquiera-, huelen a marihuana.

Marie Jane los perfuma y la vista de las calles, con el calor del desierto, el ruido de la multiculturalidad, la dinámica de la Montaña Rusa del New York y el señorío del inmenso león dorado del MGM Grand; se torna más placentera.

Aquí, la opulencia y la decadencia humana, se rozan la piel y se huelen las axilas. Las Vegas se convierte en lo que sea: el Bronx y el Harlem. Los Ángeles y San Diego. Manhattan y Filipinas. París, con su Torre Eiffel; y Venecia, pero de aguas limpias.

Acá todo se vuelve posible. Un Manny Pacquiao que le habla a Floyd Mayweather de Dios y este que le agradece al todopoderoso durante la conferencia de prensa. Con paz y serenidad. Sin amenazas como los fanáticos religiosos en las esquinas que levantan cartelones advirtiéndonos de los peligros de seguir con el derroche de la ciudad más famosa del estado de Nevada y vaticinando el fin del mundo.

Todo se puede. Como orquestar una petición de matrimonio entre dos desconocidos sólo para dar un show en un restaurante del Cesar Palace y llamar la atención con tal de obtener la ovación de los presentes.

Nada resulta increíble.

Ni la entonación del Himno Nacional Mexicano para la función estelar ni la 'selfie' en el trayecto al ring del Pacman y su entrenador Freddie Roach o al Rey de la Hamburguesa esperando a 'Money'.

Nada. Ni siquiera el triunfo de Mayweather Junior sobre Manny. Muchos menos las excusas del promotor de éste, Bob Arum, sobre una lesión en el hombro de su representado. Tampoco el hartazgo del peleador afroamericano por la falta de rivales y menos las decenas de veces que oigo de parte de mis colegas: ¿Qué pasará con el boxeo? ¿Habrá revancha?

La capacidad de asombro no existe bajo las luces de Las Vegas. Nada parece increíble. Como el hecho de que esté sentado con un cincuentón californiano y haya creído compartir una mesa con ella, la de los tacones negros con broches dorados. Pero, ¡qué bien se ve en el restaurante de enfrente y no en el casino de mala muerte!

Así pasa cuando uno cruza los puentes de la ciudad. Con el aroma del perfume de Mari Jane en el ambiente, exhalado por "policías" que muestran la mitad del trasero y juegan con las esposas que penden de sus dedos.

-¿Otra cerveza?

-Mejor... un Jim Beam con cola...