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Amor al Ogro

BUENOS AIRES -- El Monumental sufrió una simbiosis, una transformación que hacía rato no se vivía con semejante intensidad. No crea que se trata de una apreciación exagerada. Porque cuando Cristian Fabbiani se calzó la camiseta y se acercó a recibir las indicaciones de Pipo Gorosito, la explosión fue instantánea. Es un caso atípico. El tipo se convirtió en ídolo antes de jugar. Gracias a ese amor a primera vista con la hinchada, en la noche del partido con Nacional de Paraguay fue el más ovacionado cuando la voz del estadio leyó el equipo titular y recibió un permanente respaldo de la gente.

Pero lo más importante es que refrendó todas las presunciones previas cuando entró a la cancha. Su sola presencia torció el rumbo del partido. Lo que era un aliento tibio, casi de compromiso, se transformó en todo un estadio de pie gritando con una notable pasión. Las agoreras sospechas de una mala noticia fueron tapas por una andanada de optimismo. Créalo porque fue así, todo cambió en un segundo.

Fue como si la gente estuviese necesitada del desparpajo, de la irreverencia, del salirse del orden y la previsibilidad. Fabbiani inspiró esperanza para abandonar del letargo, para quebrar esa idea, implícitamente impuesta, de que River debe estar inexorablemente asociado con la desdicha. El Orgro no defraudo. Pese a cargar con 102 kilos (entre 7 u 8 más que el ideal), estuvo en cancha bastante más de los 10 minutos que auguró el técnico. Fueron 31 minutos intensos, en los cuales tiró tacos, desparramó ilusión, gestó, con mano incluida, la acción previa al gol de Buonanotte (en off side) en la agonía del encuentro, pidió la pelota en los minutos que restaban para pisarla, cubrirla con su inmensa humanidad y ser motivo de arteras e impotentes patadas de los rivales. Se le planto a cuando jugador paraguayo se le pusiera enfrente protestando por su manera de hacer correr el tiempo.

Vamos, se cargó el escenario sobre sus hombros. Esa pose desfachatada generó un efecto de contagio. Porque una vez que pisó el campo todo el equipo empezó a jugar diferente. Hasta generó una alternativa nueva e interesante de ataque.

River venía dependiendo de los balones detenidos para crear peligro ante el arco rival, con Fabbiani pudo acercar, por abajo pero especialmente por arriba, balones al borde del área. El Ogro ganó casi todas, fue un muro imposible de contener para sus marcadores. En Millo necesitaba de un aire revitalizante que modificara ese pesimismo que se había instalado en Núñez con la idea de quedarse. No en forma consciente, sino producto de los constantes golpes. El trauma de los minutos finales, del no poder sostener un resultado, debía ser enfrentado con algo que River tuvo a lo largo de su historia: con fútbol.

Es cierto, Fabbiani aún está lejos de su mejor forma física. Pero las grageas que entregó sirvieron para palear los recurrentes dolores de cabeza. Podrá jugar bien o mal, pero el pibe no tiene traumas. Se muestra tal cómo es, no le importa si su voluminosa figura despierta algún comentario irónico, él responde con un fútbol desinhibido. Su amor por River pudo más que todo. Y esa incondicionalidad fue valorada por el hincha. El equipo volvió a ganar porque (no tome la frase final con dobles intenciones) tiene a un nuevo ancho de espadas.