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No se puede hacer más lento

BUENOS AIRES -- René Lavand es, a falta de una palabra más completa, un mago. Un ilusionista, dirían algunos. Especializado en trucos de cartas. Es argentino pero obtuvo fama mundial por algunas de sus particularidades en escena. En principio -en un detalle difícil de obviar-, Lavand hace todos sus trucos con una sola mano, la izquierda, ya que perdió la derecha en un accidente cuando tenía apenas nueve años.

René Lavand es, a falta de un calificativo más afortunado, un mago manco.

Sin embargo, la atracción de los espectáculos de Lavand no radica en el morbo, ni en la asombrosa capacidad que ha desarrollado en desventaja con el resto de sus colegas alrededor del mundo. Lo más atractivo de su magia radica en su expresivo manejo de la pausa y el silencio como recursos dramáticos, y en los tiempos del engaño. Contra el concepto común de prestidigitación, él labró uno fabricado a su medida: la lentidigitación. El movimiento del artista en este caso no tiene que ser explosivo, ni veloz, ni imperceptible. Lavand trabaja despacio, sin prisa, como si quisiera aclarar que no tiene nada que ocultar. Va sin mentiras y hasta sin trucos. Sin magia. "No se puede hacer más lento", enuncia en cada uno de sus finales, entre el aplauso.

Más lento. Cuando pienso en esta temporada de polvo de ladrillo que comienza en el circuito ATP, no puedo evitar una asociación estrecha: la magia es más impresionante en cámara lenta. El tenis, a su manera, se ve mejor cuando los protagonistas pierden posibilidades de velocidad. Su magia nos impresiona de otra manera, nos quita el aliento porque entendemos que allí se trabaja mucho más que la fuerza bruta, que la capacidad aeróbica, que el golpe fortuito o buscado hacia la línea.

Hay algo profundamente intelectual en el juego sobre polvo de ladrillo, algo que remite -y disculpen este paralelo tantas veces trazado, pero creo que es exacto- a las batallas ajedrecísticas más severas. Una discusión mental y ejecutoria entre ataques y defensas, y lecturas, y sorpresas. Redescubrimos una técnica que parecía escondida a nuestros ojos. Volvemos a hablar de grips, de empuñaduras, de cuerdas.

Los golpes no son en sí mismos, sino que toman significado por lo que van generando. Un golpe llama a otro golpe. Los puntos no se ganan: se arman para ganar. La trascendencia de un tiro se sabrá, pero no ahora, sino dentro de dos tiros.

Los winners son más dificultosos, la arcilla amortigua el desplazamiento de la pelota, los jugadores cuentan con la ventaja de poder patinar para salvar una bola forzada, el slice es menos veloz y el top spin es más doloroso.

No se puede hacer más lento.

Creo que es eso, justamente, lo que tanto nos cautiva de un match que puede estirarse cuatro o cinco horas: ese cambio de menos en la velocidad, la capacidad traslativa que -quizá por única vez en el año- tenemos para pensar golpes a la par de los tenistas, la lectura clara de lo que buscan los jugadores en cada punto, el trabajo táctico más desglosado y la notoriedad de los cambios de estrategia. El polvo permite otra lectura. Revela los trucos. Hace que todo sea más evidente, sin mentiras, sin búsquedas explosivas. Sin magia.

Y eso es lo más impresionante que la magia puede ofrecer.