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Ensayo sobre el convencimiento

Todo ocurre en cuestión de segundos. La velocidad de los acontecimientos hace que el tiempo sea diferente, que la paradoja de encerrar un sueño atragantado de dos años en un minuto sea posible.

Ocurre con los grandes momentos que siempre hay que irse un poco más atrás para entender la relevancia del asunto. No se trata sólo de un lanzamiento único e irrepetible, sino de un círculo que se cierra para que se dibuje otro mucho más grande.

Los mejores aprendizajes en la vida se gestan a partir del dolor. Y no hay persecución más noble y encomiable que la de las causas perdidas.

La luz al final del túnel luce ínfima, centelleante, pero los obreros siguen cavando. Perseguir, luchar, creer. De eso se trata esta historia. De eso se construyó la materia prima de esta clase de guerreros en el arranque de los Juegos Olímpicos de 2004.

El reloj marca 28.2 segundos. Serbia está arriba 80-78 en el marcador y Dejan Bodiroga, estrella del Barcelona en aquel entonces, pisa la línea de libres. Anota el primer lanzamiento y pese a tener el triunfo en sus manos, las caras de los jugadores argentinos exhiben otra cosa. Lo que se percibe en las tribunas, lo que se ve frente al televisor, nada tiene que ver con lo que pasa en el rectángulo de juego. Lo terrenal indica desilusión, sin embargo hay un halo de esperanza. Es, una vez más, pensar que el gran truco puede producirse, que Bodiroga puede equivocarse.

Entonces, lo imposible se disfraza de real, porque Bodiroga, el genio serbio, corta, en el momento justo, el cable equivocado. Y Manu Ginóbili, el genio argentino, hace todo lo contrario. En vez de intentar un triple, propone algo diferente: se libera como Harry Houdini de las cadenas, se filtra en la llave con determinación y anota un doble con falta que desata el primer gran grito albiceleste.

Leo Gutiérrez despega del banco y explota el pecho de Ginóbili. Luis Scola, quien había salido por cinco faltas segundos atrás, cierra el puño y lo agita una, dos veces hacia el cielo, como si le pidiese compasión a alguna fuerza divina. El joven Ginóbili, reciente ganador de su primer anillo de campeonato NBA con los Spurs, empieza a delinear uno de los mejores guiones jamás escritos en el básquetbol FIBA. Enseña que Argentina vuelve a tener otro zurdo de esos diferentes, que lo que alguien alguna vez escribió con los pies, él lo puede hacer con las manos. El límite empieza a correrlo un poco más allá. Así será, su historia a partir de entonces.

Los libretos, para esta clase de leyendas, tienen la lógica del libro de arena de Borges: siempre hay un capítulo más, una página más, un párrafo más por escribirse.

Ginóbili suspira en la línea de personales. El reloj ahora indica que quedan 16.2 segundos por jugar. En la tribuna, las banderas albicelestes están congeladas, porque el nerviosismo es supremo. Los hinchas que juntaron peso por peso para llegar hasta allá, se toman la cabeza. Saben que la igualdad es posible pero que habrá, al menos, una posesión más por jugar. Y ese pensamiento de pesadilla, esa posibilidad de ver todo el esfuerzo dilapidado, es un rayo de autocastigo inevitable. Alejandro Montecchia, mientras tanto, está en el banco de suplentes. Aún no sabe que será protagonista célebre de esta historia.

Hay un tiempo muerto que le permite a Rubén Magnano hacer ingresar a Fabricio Oberto para buscar el potencial rebote en una potencial equivocación de Manu. Pero Ginóbili, como todos sabemos, rara vez se equivoca. Y a partir de entonces, ya no se equivocará más. Nunca más.

Ginóbili extiende la muñeca antes de recibir el balón, como una especie de simulación de un tiro inexistente. Una forma repetitiva de espantar fantasmas en la soledad de la línea. Andrés Nocioni le dice algo a Oberto, pero es beneficio personal, porque sólo sirve para que él mismo esquive sus preocupaciones. Manu recibe el balón, lo pica una, dos veces y lo deja escapar en ruta directa hacia la red.

Rubén Magnano empieza a zapatear en el banco de suplentes, como si pudiese, con ese movimiento tan repetido que, visto fuera de contexto, puede resultar gracioso, mover la cancha para hacer que los serbios se equivoquen. Igor Rakocevic traslada el balón, juega un pick and roll apurado con Dejan Tomasevic y Oberto, con 3.8 segundos por jugar, le comete falta al gigante europeo.

Tomasevic va a la línea de libres con la posibilidad de ganar el partido. O al menos eso es lo que parece en primera instancia. La esperanza para el conjunto albiceleste es que se trata de un pésimo tirador de libres, situación que se acrecenta al fallar el primer lanzamiento. Oberto sale de acción por cinco faltas personales y entra Montecchia en su lugar. Argentina queda con un quinteto muy liviano para un potencial lanzamiento extravagante: Pepe Sánchez, Montecchia, Ginóbili, Carlos Delfino y Andrés Nocioni.

Tomasevic, entonces, anota el segundo. Y es aquí donde sucede lo extraordinario. La serie de casualidades que cambiarán la historia del básquetbol argentino para siempre: Nocioni encuentra a Montecchia desmarcado y el Puma despega a máxima velocidad. Hace uno, dos, tres piques. Cruza la mitad de la cancha y con un cuarto dribbling gira, hace un quinto y ve entrar a un zurdito por el lado derecho, como años atrás pasó en Bahiense del Norte, cuando él ya hacía magia en el club de calle Salta y el otro todavía no tenía fuerza para tirar en el aro grande. La cesión de ese pase, entonces, se transforma en simbólica: es, también, el pase de generación a generación entre dos soñadores de mismo lugar y distinto tiempo. Es, también, el concepto de pensar en el otro antes que uno mismo, ADN, genética de esta clase de notables. El envío lacerante, oblicuo, es preciso. Conecta a tiempo en una autopista hacia la eternidad.

Ginóbili recibe la pelota como puede, se arquea hacia un costado y ejecuta con precisión milimétrica. Es un lanzamiento único, que transforma el partido de básquetbol en una carrera de caballos que se gana con un estirón de oreja oportuno. El tiro es poco ortodoxo, un golpe de billar que despierta la carambola, el estampido de los argentinos y la furia de los serbios. Mientras ellos sufren, patalean, lloran en la mesa de control, los jugadores argentinos empiezan a caer uno encima del otro, con Ginóbili como base de la montaña.

Y entonces, en ese momento, todos se acuerdan de lo que pasó dos años atrás. Curiosamente se trata del principio de los Juegos Olímpicos, pero es el final de una herida que, hasta ese momento, no había cicatrizado. La redención en estado puro, la templanza de recuperar lo que había sido arrebatado. La tranquilidad dará lugar luego a la conquista. La belleza del juego permite, a veces, que los cristales rotos vuelvan a unirse. Luego llegará lo demás: las victorias aplastantes, el nuevo triunfo ante Estados Unidos, el nacimiento, evolución y madurez del equipo que vivirá para siempre.

La confianza, dicen, es el principio de todo. Serbia fue, para este equipo infinito, el ensayo de convencimiento de que algo maravilloso podía suceder.

Diez años después, las pruebas están a la vista.