<
>

Superclásico Horror Show

"Vamos a salir a ganar", aseguró el defensor millonario AP

BUENOS AIRES -- Ir a una cancha de fútbol en la Argentina es difícil. Muy difícil. Anoche, el hincha que tuvo el privilegio de conseguir una entrada para estar en La Bombonera, debió sortear y soportar algunos de estos obstáculos, comunes a los que sufren la mayoría de los simpatizantes del fútbol nacional:

*Hacer largas colas y pasar varios controles, donde la Policía los obliga a vaciar los bolsillos para comprobar que las pertenencias no puedan lastimar a ningún protagonista.

*Dejar en las calles, tiradas en una esquina, las banderas y los palos que las sostienen, ya que se trata de "elementos contundentes" que pueden llegar a agredir a los protagonistas.

*Mostrar el DNI y poner el pulgar en una pantalla para determinar si se está en condiciones de ingresar, con el fin de descartar que sobre esa persona exista algún tipo de prohibición.

*Estacionar en la cercanía del estadio siempre tiene un costo: ayer, el precio de los "trapitos" para "cuidar" los autos en la vía pública fue de $ 100.

Tal vez luego de esta descripción resulte más fácil entender qué fue lo que pasó anoche en La Bombonera. Lo que parece inexplicable tiene explicación. El fútbol argentino es una sumatoria de errores y de horrores, es el mundo del revés, donde siempre saca rédito el ventajista, el que está afuera de la ley.

Mientras a los hinchas honestos les prohiben las banderas, los revisan con lujo de detalles o les cobran por estacionar en la calle, al lado de policías que miran para otro lado, los delincuentes que viven del fútbol hacen lo que quieren: entran con bengalas, con bombos, consiguen entradas gratis y sin hacer colas, tienen protección policial y manejan negocios millonarios dentro del club del que dicen ser hinchas.

Ayer, se llegó al colmo: un grupo se encargó, a la vista de todos, de abrir el alambrado cercano a la salida del túnel visitante, romper la manga, prender una bengala y tirarles ¡gas pimienta! a los jugadores de River. ¿Y los encargados del operativo con más de 1.000 efectivos, el que debía garantizar la seguridad? Bien, gracias, estuvieron atentos "confiscando" banderitas...

Como era de suponerse, el descontrol de afuera enseguida se trasladó adentro: a partir de esa agresión llegó el caos, la vergüenza, la búsqueda de la mínima ventaja.

Y pasó de todo. D'Onofrio entrando a la cancha para decirle al árbitro que debía suspender el partido; los jugadores de Boca y el Vasco Arruabarrena queriendo jugar a toda costa, sin importar la condición del rival; Ponzio, Kranevitter, Funes Mori y Vangioni, quemados por el gas y sin atención adecuada; Angelici y los dirigentes de Boca, desaparecidos; el juez, que había tenido unos primeros 45 minutos aceptables, perdido, irresoluto y como un espectador más, tardando una eternidad en decidir lo inevitable: la suspensión.

Boca-River, ese espectáculo único en el mundo, fue un verdadero show del horror. Adentro y afuera de la cancha. Por desgracia, lejos de ser un hecho aislado, lo que pasó anoche en La Boca es cada vez más frecuente en el golpeado fútbol local.

En la Argentina ya no se juega con visitantes. Jugar con público local es cada vez más complicado. Dentro de poco habrá que jugar a puertas cerradas o, directamente, suspender el fútbol. Sin embargo, y aunque parezca imposible, hay una solución. Y es fácil: hay que tomar la decisión política de sacar a los violentos, sean barras organizados o simples inadaptados.

Pero mientras los que deban tomar decisiones (políticos, fuerzas de seguridad y dirigentes a la cabeza) continúen maquillando la realidad y se hagan los distraídos, el show del horror seguirá diciendo presente. Si en un Superclásico, el partido más importante, pasan estas cosas: ¿qué queda para el resto del fútbol argentino?