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4x100 - 36,84 - 2x3

LONDRES -- Vibra. El estadio vibra. No lo había hecho antes, en la semana de magia precedente, pero ahora sí, está claro: tiembla. El piso tiembla. Late, dirán algunos, los que incluyan en este instante ese momento feliz en que el corazón se apura. Usain Bolt pasa la línea de meta antes que ningún otro. Es parte del equipo jamaiquino que obtiene el oro en la posta 4x100. El cuento de hadas, el relato soñado, la maquinaria del éxito, todo eso llega a su apoteosis perfecta. Jamaica primero, récord del mundo, Estados Unidos atrás, la última reverencia reservada al actor principal.

Y el estadio late, porque entiende que aquí se mueren los Juegos Olímpicos de 2012. Londres tendrá la maratón, tendrá la definición del básquetbol y tendrá algunas medallas más que repartir, pero ya no podrá contar con el espectáculo explosivo de la velocidad. Ni de Bolt, maravilla, que ahora sonríe, se mueve, se niega a abandonar su circo mediático y levanta tres dedos después de su reciente victoria.

Probablemente no se refiera a sus tres compañeros en el relevo más veloz de la historia: Nesta Carter, Michael Frater y Yohan Blake. El gesto debe estar reservado a su tercera medalla dorada en esta competencia. El doble triplete conquistado es inédito, por supuesto. Su obsesión por la leyenda lo empujó otra vez y lo volvió a dejar estampado en las páginas de la gloria. Aunque en esta ocasión lo logró con algo de ayuda de su mejor enemigo.

Es que la posta estadounidense, que contaba con los atemorizantes nombres de Trell Kimmons, Justin Gatlin, Tyson Gay y Ryan Bailey, pareció despegarse un poco en los primeros 200 metros. Cuando el testimonio llegó a Yohan Blake, la distancia se fue acortando por una corrida fenomenal que dejó en ridículo a Gay, tercer representante del combinado norteamericano. La Bestia le regaló a Bolt una paridad inesperada para que se diera un paseo por el cierre, para que marcara su absoluta supremacía ante un Bailey que nunca tuvo chances de alcanzarlo. Es difícil asegurar que se trató de los 100 metros más rápidos en el relevo, pero seguro fueron los más determinantes.

Para no ser menos protagonista en la película de este éxito, el ya inigualable Usain se apuró con el instinto de los que reconocen las barreras por vencerse para detener el reloj en un inédito 36,84. Ese tiempo de locura fue dos décimas más veloz que el récord mundial ostentado por el propio equipo jamaiquino.

Estados Unidos, que completó una prueba excepcional, igualó la plusmarca anterior. Fue definitivamente insuficiente para inquietar a dos genios, dos balas, dos misiles que, juntos, son el Big Bang, el origen de todo. La prueba había sido perfecta por partida doble. Pero unos lograron, si cabe, que fuera más perfecta, redefiniendo el estándar. El tiempo americano quedó pegado a la deprimente etiqueta de "récord nacional".

Canadá festejó un tercer puesto que, en definitiva, no le tocó. Cruzó entre celebraciones la línea de meta pero fue descalificado y cedió a Trinidad y Tobago su pedazo de podio.

En una imagen absolutamente británica, Bolt se acercó tras la carrera a un oficial que le pedía insistentemente el testimonio. El atleta no quería devolverlo, buscaba quedárselo como recuerdo de su gesta dorada. Quizá para recordar que estuvo por encima del país que definitivamente será primero en el medallero final. Quizá para la repisa, para un museo, para los sobrinos, quién sabe.

Inflexible, el canoso funcionario negaba con la cabeza. Bolt intentaba explicarle: mirá, gané, ganamos, esto es único, esto es un récord, esto es mundial, esto es olímpico. Nada de nada. El canoso no se resignó, impuso autoridad y se llevó el testimonio ante el abucheo masivo de un estadio que ya había dejado de temblar.

El piso estaba quieto porque había pasado el huracán. Quizá justamente por eso el maldito oficial no se dio cuenta de que no volvería a necesitar ese pedazo de metal pintado. Porque, aunque sigan sucediendo, los Juegos ya se nos han terminado.