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Antes del fin

Postales de la fiesta de apertura de los Juegos Olímpicos AP

LONDRES -- El escritor Ernesto Sábato escribió sus memorias en 1998. El libro publicado se tituló Antes del fin, probablemente porque el argentino, en aquel momento de 87 años, espiaba un desenlace inminente y no quería dejarse nada por decir. Lo extraño del caso es que Sábato falleció en 2011, 13 años después de aquel volumen autobiográfico que consideraba definitivo y que sospechamos incompleto.

La idea de todo londinense, desde los máximos dirigentes del país hasta el ciudadano de a pie, en estos Juegos Olímpicos que se acaban de acabar, es replicar de alguna manera ese modelo: que pase la ceremonia de clausura, que se venga la hora del balance, la crítica positiva, el desmantelamiento de las sedes, escribamos nuestras memorias. Pero que todavía no se acabe: que pasen muchos años hasta que muera este espíritu, hasta que el fragor 2012 se apague del todo.

O mejor aún: que no se apague. Porque a Londres le costó más de lo que parece llegar hasta este punto. Hace apenas 15 días, la gente buscaba desesperadamente la manera de salir de la ciudad. Una campaña de concientización acerca de lo graves que serían las consecuencias de las multitudes que colmarían los estadios terminó ahuyentando de las calles a los lugareños, que se encerraron en sus casas o se fueron de vacaciones.

Las postales céntricas y los grandes monumentos, los museos, las iglesias, el parlamento, la vera del río, se encontraron de pronto vacíos, colmados solamente con esa sensación de fastidio que la suficiencia sabe entregar y con el malestar de que las sedes estuvieran desparramadas de sudoeste a noroeste, haciendo difícil esquivar alguna trampa deportiva.

El humor no pareció cambiar con las primeras pruebas: la natación despertó cierta admiración por el fenómeno de Michael Phelps, que cerró su leyenda olímpica como todos sabemos para convertirse en el atleta más laureado de la historia. Sin embargo la falta de triunfos locales en aquel momento desviaba la atención hacia algunos puntos que hoy parecen marginales y olvidados: problemas de seguridad, carriles cortados para los vehículos involucrados en los Juegos que se utilizaban poco y nada, tribunas que se mostraban vacías incluso en los eventos más codiciados -que decían tener entradas agotadas-, negocios que no funcionaban en el oeste de la ciudad.

En cuanto a lo deportivo, el énfasis estaba en la imposibilidad de que la china Ye Shiwen hubiera roto esos récords del mundo sin acudir al dopaje, y en las buenas actuaciones sin grandes ganadores de los deportes de combate, sobre todo el judo.

El alcalde Boris Johnson insistía con el buen ánimo y con los pronósticos de una fiesta que parecía no armarse. David Cameron, primer ministro, se daba una vuelta por alguna sede y hasta viajaba en el subte para demostrar que las grandes turbas esperables no eran tales. El esfuerzo por figurar y darse crédito era enorme, pero hasta ese momento al gran público sólo le importaba quién era el responsable del evento para tener a quien insultar.

La aguja comenzó a inclinarse con el arranque del ciclismo. De un día para el otro, la aparición de Bradley Wiggins para obtener el oro en ruta -su séptima presea olímpica, la cuarta de oro justo después de ganar el Tour de France- empezó a despertar el entusiasmo de un público orgullosamente apático. De pronto los diarios hablaban de deporte y dejaban de preocuparse por todos esos detalles que, con buenos reflejos, el comité organizador se encargaba de ajustar.

El tema de las entradas, por ejemplo, se solucionó con presteza: primero se sacaron a la venta los tickets que no eran reclamados por sponsors y por invitados de cada Comité Olímpico. Después se fue rellenando cada parche con voluntarios y militares, que tenían tantas ganas como cualquier vecino de aparecer por el estadio y sacarse una foto de rigor. En definitiva, esta organización comprendió rápidamente una máxima de los Juegos: sólo importa lo que se ve por la televisión.

Con el ciclismo de pista, la locura empezó a desatarse. Que Chris Hoy, que Victoria Pendleton, que Laura Trott. Cada medalla dorada era una lágrima, el reconocimiento de un héroe naciente y la despedida a los titanes que tanto habían dado al deporte británico. Gente rubia y conocida -como Hoy- que dedicaba sus victorias al país. Gente rubia y joven y naciente -como Trott- con aires de nueva estrella y tomando una cerveza con el príncipe Harry en una tribuna anónima después de su consagración.

A partir de allí, el ojo entrenado del londinense fastidioso encontró virtud en lo que le parecía enervante: qué linda es la sede del vóley de playa al lado de Buckingham Palace; qué bien que el tenis ocurra en Wimbledon, y que no se vistan de blanco; qué lindo que el vulgo tenga acceso al Lord's Cricket Ground para ver arquería; qué hermoso y qué inclusivo resulta que haya actividad en Eton, Weymouth, Coventry, Cardiff, Glasgow.

De pronto las actividades de relaciones públicas de Cameron y Johnson ya no eran una tontería. Ahora los Juegos eran material digno de aprovechamiento, un espejo en el que cotizaba reflejarse. Ambos empezaron a mostrarse más asiduamente en las diferentes disciplinas. Cameron apareció por el judo, el remo, el canotaje e incluso hasta en el tenis de mesa. Ahora había medallas para colgarse, mejor aprovechar el momento, sobre todo cuando el ánimo general de la nación no era bueno por el clima económico general y los números para nada alentadores de una recesión que venía generando desempleo.

Sin embargo ya no se hablaba de eso. Los éxitos locales en remo y equitación consolidaron el contagio de alegría. A partir de la creciente cosecha de medallas, volvía a existir el interés: ahora los que se habían mostrado abúlicos ingresaban en masa a los portales de Internet que ofrecían el remanente de tickets disponibles. Murray ganaba contra Federer en el All England: lo máximo, lo que todos querían. Había ambiente y había Juegos.

El atletismo terminó de cimentar la locura patriótica. La impresionante actuación de Mo Farah, primero en los 10 mil metros y luego en el cierre, en los 5 mil, junto a Jessica Ennis en heptatlón y Greg Rutherford en el salto largo llevaron a la prensa a hablar de los mejores Juegos de la historia. Una buena parte de los que habían eludido la ciudad ahora miraban el Parque Olímpico con cariño. Querían entrar, al menos, a absorber parte de esa energía poderosa, a ver una pantalla gigante, a disfrutar el momento.

La gesta de Bolt, que cumplió por tres para que la película en esa disciplina se acercara al ideal. Con el récord mundial en el relevo 4x100 se dio un cierre extraoficial a lo que se consideró un triunfo logístico, porque generó un nivel de excitación, unidad y felicidad que no se veía desde hace rato en esta isla acostumbrada a ser emocionalmente distante. Tom Daley, joven clavadista, figurita de moda regaló una última alegría en saltos ornamentales, para que nadie pudiera ya quejarse de nada.

Ahora Londres es una fiesta que piensa en su legado. Es una fiesta deportiva y civil que disfruta de la música en su ceremonia de cierre. Es una fiesta que espera explotar su entusiasmo para beneficio propio, en los años por venir. Es una fiesta que se transformó en un éxtio, que convenció a los escépticos, que logró su objetivo inmediato.

Es una fiesta que, como toda fiesta, tristemente, sabe que se termina. Pero que no quiere que llegue el fin.