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El chivo expiatorio

BUENOS AIRES -- Pedro Argañaraz, el árbitro de Godoy Cruz-Boca, fue enviado al freezer como castigo por su actuación en la ciudad de Mendoza.

Se le reprocha haber omitido dos penales. Uno a Óbolo y otro a Juan Manuel Martínez, gran especialista en caída libre, actitud que roza la trampa y suele desconcertar a los árbitros, por muy atentos que sigan el juego.

El probable que haya dejado pasar dos sanciones, pero esto no escapa a las generales de la ley. De hecho, con la manía de empujarse y pegarse en el área en cada pelota quieta, los futbolistas cometen unos diez o quince penales por partido, que por supuesto no se pitan.

Lo que le están facturando a Argañaraz, en rigor de verdad, son las escaramuzas del final. Las bravuconadas infantiles, las corridas, las amenazas que nunca terminan en pelea real pero enturbian el panorama. Un número vivo que tuvo a Ledesma y Curbelo como figuras estelares, pero sumó una importante cantidad de extras.

Se ha dicho y repetido que el partido "se le escapó de las manos" a Argañaraz, imputación que suele usarse alegremente cuando la conducta de los jugadores deriva en violencia.

Si al final del partido, dos futbolistas intercambian sopapos porque uno de ellos se va de boca y el adversario tiene pocas pulgas, qué puede hacer el árbitro, Argañaraz o cualquier otro.

Su única alternativa es presentar un informe detallado señalando responsables para que sean penalizados, como ocurrió en este caso.

A nadie se le ocurriría atribuir la desquiciada reacción de Nelson Vivas al arbitraje de Darío Herrera. El show boxístico del ex entrenador de Quilmes obedeció a un duelo personal, a una vendetta módica contra uno de esos plateístas puteadores. El partido ante Atlético Rafaela iba por otro carril.

"Si no quieren violencia, que aprendan a cobrar", cantan las hinchadas. Presentan así los desbordes como una consecuencia natural de las decisiones de aquellos que aplican el reglamento dentro de la cancha.

La coartada es endeble. La ira del hincha (no hablamos del barra, del profesional) se dispara ante la adversidad y la derrota. Pocas veces el juez es determinante en estas situaciones. Aunque el público quiera creer lo contrario porque necesita un culpable.

Del mismo modo, explicar la intemperancia de jugadores y técnicos por los errores supuestos del árbitro es un peligroso exceso de interpretación, que exculpa a los verdaderos responsables de la violencia.

Tampoco es misión de los referís encausar a los malintencionados como si fueran trabajadores sociales o sacerdotes. Mantener la paz depende en buena medida del profesionalismo y la madurez de los deportistas. Si un equipo está dispuesto a acudir a las patadas o a la queja constante que contagia fastidio en la tribuna, es imposible que el partido no se desmadre.

Los árbitros pueden tener una tarde pésima. O dirigir mal de manera constante. Hay que subrayarlo y exigir cambios y correcciones. Pero nunca usar esas fallas para avalar la estupidez y la violencia.