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Sólo el apellido en común

Ramón dirigió a su hijo Emiliano en dos clubes, después lo recicló como ayudante de campo Fotobaires.com

BUENOS AIRES -- La historia del fútbol mundial se empeña en demostrar que los grandes cracks no han tenido herederos de sangre a la altura de su talento.

Pelé es un ejemplo claro. Como una burla del destino, le salió un hijo arquero, y no de los mejores, que para peor estuvo seis años preso acusado de homicidio (es cierto que su hijo menor, Joshua Nascimento, es un joven que hace poco firmó con el Santos, quizá allí radique su esperanza futbolística). Cruyff tuvo un poco más de suerte con su vástago Jordi, jugador de apreciables condiciones que pasó y por Barcelona y Manchester United y que, sin embargo, terminó aplastado por el peso de un apellido que connota la revolución futbolera paseando sus últimos años en la Liga de la isla de Malta.

El hijo extramatrimonial de Diego Maradona (Diego Armando Jr.) apostó su juventud a reproducir al menos un reflejo tenue de la trayectoria del papá. Quizá, como su madre, pensó que el nombre idéntico obraría como un hechizo, facilitaría la réplica. Pero no.

Su carrera en el fútbol no pasó de la declamación y el deseo. Eso sí: su carácter de hijo negado por una celebridad le habilitó un sinfín de micrófonos sedientos de relatos sentimentales.

En la Argentina, la ley de la herencia débil se corroboró con algunas de sus figuras más importantes. Omar Labruna, aunque jugó poco y nada en River, logró el amor de los hinchas por obra y gracia del apellido. Don Ángel Labruna forma parte de la mitología más selecta del club. Es uno de los principales hacedores de su gloria deportiva: sólo como jugador, ganó nueve campeonatos entre 1941 y 1957.

Para seguir en el barrio, cabe mencionar al Beto Alonso (su hijo no pasó de las canchas ásperas del ascenso) y Ramón Díaz, quien tampoco fue beneficiado con una descendencia hecha para el fútbol. Luego de infiltrarlo en San Lorenzo cuando trabajó como DT, a Emiliano lo recicló como ayudante de campo, y actualmente integra el cuerpo técnico de River.

A pesar de las diferencias, a veces abismales, los periodistas hacen lo imposible para que creamos que la destreza pasa sin alteraciones de generación en generación. Y a todos los hijos los apodan igual que a los padres, sólo que en diminutivo, para que el linaje no se contamine.

El colmo fue el bautismo de Leonardo Mas. No importó que su padre, Oscar, ya portara un diminutivo (Pinino). Igual le endilgaron el Pininito, y disminuyeron el diminutivo. El hijo de Pininito todavía no asomó por las cancha, pero si algún día lo hace pondrá en aprietos a la prensa.

A la inversa, de modestos cultores de la pelota surgieron futbolistas de excepción. David Trezeguet, campeón del mundo con Francia y estrella del fútbol europeo durante más de una década, siguió la vocación de su padre, Jorge, un empeñoso defensor que llegó a jugar en Europa, pero en la periferia de los grandes clubes. Y luego fatigó canchas de la B con la camiseta de Italiano y El Porvenir, entre otras.
Pipita Higuaín, hijo de Pipa, encarna mejor que nadie la superación del discípulo. El mayor solía barrer pelota y pierna sin miramientos, aunque se calzó la camiseta de equipos de primer nivel como Boca y River. Gonzalo, en cambio, es un goleador sutil y expeditivo, dueño de recursos técnicos con los que su padre ni siquiera soñaba.

Posiblemente la situación más curiosa la haya vivido Alberto Federico Acosta, el Beto, quien a los 42 años compartió equipo con su hijo Mickael, que entonces tenía 18. Fue en 2009, cuando el ex goleador de San Lorenzo y Boca se desempeñó en Fénix, en la Primera C.

El caso de continuidad más perfecta -y tal vez el único– lo ha protagonizado la familia Verón. Juan Ramón, ídolo a toda prueba de aquel legendario equipo multicampeón de Estudiantes, le cedió intacto a su hijo Juan Sebastián el poder simbólico de una generación emblemática. Sin deudas que pagar, sin acomodo, con el mismo talento y los mismos logros que su padre, Juan Sebastián se convirtió en el máxima figura moderna del club, recreación de aquel espíritu guerrero, al que los Verón, antes y ahora, le dieron el indispensable toque de jerarquía.