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Chau, Cabezón

BUENOS AIRES (ESPNdeportes.com) -- Eran casi las 22.00 del jueves 17 de febrero de 2005. Acababa de llegar a mi casa de Pilar, distante 50km de Buenos Aires. Como siempre, puse en funcionamiento la computadora para concluir mi tarea diaria.

Ingresó, al escritorio, mi esposa Olga y expresó, con un tono alarmado: "Tus ojos están brillosos, ¿qué te pasa?". Sólo atiné a señalarle el título de una noticia en la pantalla: "19.10 - Murió Enrique Omar Sívori, una gloria del fútbol mundial, a los 69 años, como consecuencia de un cáncer de páncreas".

Mi mente ya estaba en otro tiempo. Se había muerto el Cabezón de mi feliz juventud. El brilló de mis ojos se reflejaban en un espejo retrospectivo y revivía inolvidables momentos de medio siglo atrás.

UN VIAJE EN EL TIEMPO
La vieja pileta de natación de River Plate en forma de T para tener a la vez, 50 metros por un lado y 25 por el otro. El sol de febrero doraba la piel y, en el sector de arena, uno se sentía como en una playa. Allí había un pibe desconocido. Por lo visto, no formaba parte de ninguna de las "barras" del club, porque nadie lo acompañaba ni se acercaba a él.

Le pregunté a las chicas y a los muchachos de voleibol, a los de pelota, handball, tenis, hockey sobre patines, a los guardavidas. Yo pertenecía a las "barras" de básquetbol, natación y waterpolo y para todos, ese pibe era un enigma. ¿Quién era ese intruso solitario, de rostro marcado por los acnés juveniles?

Me acerqué y le pregunté: "¿Practicás algún deporte?". Me fijó la vista y con tono duro y, a la vez, contundente, respondió: "Al fútbol". Observé a Rossito, hoy uno de los mejores cirujanos de columna de la Argentina, en el arco de waterpolo y le grité burlonamente: "Este dice que juega al fútbol. ¿Me prestás la pelota para ver lo que es capaz de hacer?"

Le tiré la liviana pelota blanca, pero ella no volvió nunca más a mi poder. La dejó caer suavemente sobre la arena. Con los dedos de los pies la subió sobre el empeine. Parecía dormida. Poco a poco le dio vida. La comenzó a elevar. Iba de una rodilla a la otra. Al pecho, a los hombros, a la cabeza, para volver al empeine y recorrerlo hacia atrás, hacía adelante, mientras rotaba el tobillo para elevarla por detrás de su cuerpo, pegarle de taquito y hacerla pasar sobre la cabeza y retomarla al baile de las rodillas. Finalmente, la llevó otra vez al pecho, la dejó deslizarse sobre la pierna izquierda y la durmió en el empeine como si estuviese hipnotizada.

UNA CHARLA INOLVIDABLE
El artista había consumado una obra de arte. La ovación envolvió al asombrado ambiente. Bajó la cabeza y se sentó en la arena. Lo imité y me ubiqué a su lado.

- ¿Cómo te llamas?
- Omar.

- ¿Dónde vivís?
- Aquí, en el primer piso del estadio. En una de las habitaciones de la concentración de fútbol y como en la confitería.

- ¿Y tu familia?
- Vive en San Nicolás. Hace poco que llegué, porque me vinieron a buscar para jugar en la cuarta. Apenas me estoy adaptando.

- ¿Cuál es tu puesto?
- Insider izquierdo.

- ¿Queres ser como Angelito Labruna?
- Por supuesto. Pero, también puedo jugar de centroforward.

- ¿Queres ser como Walter Gómez?
- Por supuesto, pero no me siento incómodo como insider derecho.

- ¿Queres ser como Eliseo Prado?
- Por supuesto.

- Es decir, queres ser como los tres juntos...

Por primera vez, sonrió y observé en su mirada la decisión de alcanzar la cumbre de la montaña.

Alguien se acercó a la verja de la pileta y gritó: "¡¡¡Pibe...!!!. ¡¡¡Cabezón!!! Vamos que ya es la hora de practicar".

- Así que te dicen Cabezón...
- Mirame, ¿acaso no tienen razón?

De esa manera conocí a Enrique Omar Sívori, cuando él tenía 17 años y yo 21.

FUE UNO DE MIS IDOLOS FAVORITOS
Desde ese momento fue uno de mis ídolos futbolísticos. ¡Qué festín aquellos partidos de cuarta y tercera división! Su personalidad sobresalía tanto como su increíble habilidad, su picardía o su maravillosa gambeta de zurda. Era un placer verlo jugar en las tempraneras mañanas. Y llegó el 4 de abril de 1954, apenas un año después de aquel inolvidable encuentro.

En Plaza Once, el conductor del camión anunciaba con todas sus fuerzas: "A Lanús, por dos pesos ida y vuelta". Y allí íbamos, camino de "Sur, paredón y después", como las letras del tango de Homero Manzi. Todos parados, sosteniéndonos unos contra otros de los desplazamientos del vetusto vehículo sobre el desparejo adoquinado para presenciar el debut del Cabezón en primera ante la lesión de Prado.

Cuatro goles de Walter Gómez y uno de Sívori. En el regreso, a nuestro paso, la avenida Pavón se estremecía con el constante cántico, al compás de las palmas pegando sobre la estructura del transporte: "Borón... Borón... Walter Gómez tiene a su lado a un Cabezón".

Ya no sólo era mi ídolo, sino de todos los riverplatenses. Pero, aún faltaba el momento de su consagración definitiva. River era una enfermería y debía jugar con Boca en la Bombonera. Walter Gómez y Labruna estaban lesionados. Boca tenía un plantel poderoso, tanto que se quedó con el campeonato, y River iba a hacerle frente en su temible estadio, con Sívori y su compinche de las inferiores el "Beto" Menéndez. "Pobres de ustedes, que goleada se van a ligar", era el comentario general.

LA CONSAGRACION DEFINITIVA
Gris y lluvioso, aquel día del 18 de julio de 1954. Recién estaba parcialmente habilitada la tribuna alta visitante. Allí nos ubicaron. Éramos unos 5.000 los heroicos desafiantes de la inhóspita jornada, sin temor a soportar el rugido de la multitud, dispuesta a bajarnos el dedo índice como si estuviésemos en la arena de un circo romano de la antigüedad.

Y allí lo vi ingresar, con las medias bajas, sin temor. Poco le importaba el vocerío. El se sentía como si estuviese en su potrero de San Nicolás. Era el rey, sin ser aún rey. Y, junto con Beto Meléndez, Prado ("El Dentista"), Vernazza y Loustau, enmudeció el estadio para dejar espacio al aliento de quienes estábamos en la estratósfera.

Una endiablada gambeta, un quiebre de cintura, un pique inesperado, un dribbling corto, el inesperado túnel, la picardía para los amagues, apoyándose en Beto y Prado en ingeniosas cortinas, hacían que Lombardo, Mouriño y Pescia, la línea media de aquella época, se convirtiese en un tembladeral.

"Paren al de las medias caídas", gritaban los de Boca, al ver que sus zagueros Colman y Edwards, famosos por sus guadañazos, debían extremar los recursos para detener ese fútbol pleno de frescura que los invadía por la derecha, por la izquierda, por el centro.

Acompañaba a la tenue llovizna un coro de 5.000 voces. "Baila... Baila... Boca... No dejes de bailar. Baila, con cortes y quebradas, al compás de los amagues del pibe Cabezón".

Pasaba el tiempo y el cero a cero parecía inamovible. Faltaban cuatro minutos. Yo estaba detrás del arco de Musimessi. Vi como Menéndez, pegado al borde derecho del área chica, habilitaba a Sívori, que estaba marcado por Colman. El Cabezón amagó que iba a tirar y, cuando el zaguero lo fue a cubrir, la cedió a la izquierda y Prado solo tuvo que tocar la pelota para introducirla en el arco.

Todavía me duele la garganta de cómo grité ese gol. Todavía me parece estar abrazado a esa bonita y desconocida mujer, con mi boca distorsionada, con mis cuerdas vocales tensionadas al límite, gritando: "¡Goooooooooooooooool!!!!!!"

Todavía me parece que estoy corriendo por las escaleras, colándome entre los controles, como si me arrastrase un vendaval hasta esperar en la puerta del vestuario. Cuando apareció, sólo atine a decirle: "Cabezón, vamos a tomar sol a la pileta". Y me abrazó.

El desparpajo llegado del potrero conquistó a todas las hinchadas. No perdí partido de su etapa gloriosa en River. Jamás escuché una critica hacia él de las tribunas adversariAs. Respetaban su rebeldía creativa, el talento y su dura personalidad. El 7 de mayo de 1957 me emocioné cuando se despidió de la casaca DE banda roja. Juventus se lo había llevado y producto de su pase, River comenzó a cerrar la Herradura, construyendo la parte baja de la tribuna de espalda al río.

No pretendí escribir una historia de Sívori. Apenas, recordar mis vivencias con aquel pibe, Cabezón, con acnés juveniles, deseoso por alcanzar la cumbre y, para ello, le bastó poner su sello en las canchas, porque él representaba, de por sí, la esencia del fútbol mismo a través de las filigranas, patrimonio exclusivo, de los talentosos nacidos en los desaparecidos potreros.

Y como humilde despedida te digo: "Fuiste un genio, un mago de la zurda, pensabas más rápido que los demás, para convertirte en el solitario capaz de llegar al arco vacío de rivales. Rey del túnel, como si fueses una foca te divertías con una pelota en tus pies y así enamoraste a las multitudes. Chau, pibe del jopo canchero. Chau, Omar. Chau, Cabezón. Chau, al hombre recto y honesto".