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El Dios del tenis

BUENOS AIRES -- Ya nadie más lo puede dudar, ni poner en discusión: Roger Federer es el tenista más grande de la historia. Es el Dios de este deporte. Toda una leyenda viviente. Lo afirmamos hace un mes, cuando se sacó la espina de ganar Roland Garros e igualó el récord de 14 títulos de Grand Slam que tenía Pete Sampras. Y lo ratificamos aún más ahora, al festejar por sexta vez en Wimbledon y lograr la consagratoria marca de 15 coronas de Mayors.

Sí, señores, el suizo lo hizo posible. ¿Quién otro podía hacerlo? Sólo él, con su propuesta agresiva, vistosa, arriesgando (aún cuando en esta final en La Catedral falló más de la cuenta) y con esa mentalidad ganadora a ultranza podía darse ya no sólo el gusto sino el inmenso lujo de ser el hombre más campeón en los torneos más importantes. Y se llevó un premio extra, otra perlita impactante: recuperó el puesto N° 1 del ránking.

En la final con más games de la historia de Wimbledon, con 77 en juego, sufriendo horrores, como en ningún otro triunfo suyo en un Grand Slam, ni en finales u otras ruedas, Federer le torció el brazo a Andy Roddick recién en el epílogo, al ganarle nada menos que por 16-14 en el quinto y dramático set. El helvético casi debió pellizcarse para comprender que finalmente se había quedado con el triunfo. Y toda la gloria, claro.

Cuántas cosas pasarán por la cabeza de Federer, quien en sólo seis años consiguió la hazaña de levantar 15 copas de Grand Slam, mostrando su gran jerarquía y constancia en el más alto nivel. El mes próximo, el talentoso diestro de Basilea cumplirá 28 años, por lo que aún tiene hilo en el carretel para intentar aún mayores proezas. Y pensar que venía de ceder el trono de la ATP a manos de su archirrival, el español Rafael Nadal, y de pasar más de seis meses sin gritar campeón.

En agosto del 2008, y después de cuatro años y medio consecutivos en la cima, Federer pasó a ser escolta. Es que venía de perder las finales de Roland Garros y Wimbledon con Nadal, quien en general le gana, sobre todo en arcilla. En octubre triunfó en su ciudad natal y, desde allí, disputó ocho certámenes sin coronarse, algo inédito para este supercampeón, incluyendo la definición cedida ante el español en enero pasado, en Australia.

¿A dónde vamos con el relato del reciente pasado del suizo? Es que muchos ya lo daban por "muerto", hasta hablaban de que ya podía retirarse, de que había perdido la magia y el sed de triunfos. Desde este espacio, obviamente, reconocíamos que había bajado su nivel y que había sufrido golpes duros de asimilar, pero podía volver a brillar, aunque probablemente nadie se imaginó que su "revival" iba a ser tan pronto y tan exitoso.

En la altura de Madrid, lo frenó a Nadal en la final y obtuvo una copa con sabor especial, recuperando esa senda ganadora que había sido su sello distintivo. Y después llegó su inolvidable victoria en París, que lo ubicó en un pedestal único, alcanzando marcas históricas y consiguiendo una soñada revancha personal. El helvético admitió en la Ciudad Luz que allí se había sacado una enorme presión y que ahora jugaría más suelto.

Vaya si lo hizo en el mítico césped de Londres, donde arrasó con sus seis rivales, cediendo apenas un set, ya sin Nadal en el cuadro por lesión y con la confianza en alza. Pero llegó la hora de la final y allí, seguramente, entendió mejor que nadie lo que estaba en juego, como si el camino previo con un brillo propio de sus mejores días hubiese quedado en cierta medida en el olvido. Es que se encontró con un rival agrandado y le costó muchísimo.

El mismo Roddick que venía de sufrir ante el australiano Lleyton Hewitt (campeón de Wimbledon 2002) en cuartos de final y contra el escocés Andy Murray (nuevo ídolo y esperanza de los británicos) en semi se soltó más que nunca. Sin nada que perder y con todo por ganar, sin ninguna duda, saltó a la mismísima Catedral del tenis a convertirse en el aguafiestas. Cumplió con mucho más de lo esperado y casi le borra la sonrisa final a Federer.

El estadounidense no pudo tomarse revancha de las tres finales de Mayors perdidas con el suizo, incluidas las del 2004 y 2005 en Londres, pero estuvo a sólo un pasito, sin entregarse jamás y con una actitud ejemplar. Su compatriota Sampras volvió a pisar Wimbledon tras siete años, desde su última participación allí donde se coronó siete veces en el transcurso de ocho años. Y vio cómo su connacional cayó ante Federer, dueño de este torneo en seis de las siete últimas ediciones.

Es cierto que Federer prefería enfrentar a Roddick, al que tiene de hijo, deportivamente hablando, claro, y no a Murray, que viene ganándole seguido e iba a contar con todo el aliento del público local. Pero nadie se imaginó que el estadounidense, quien llegó a ser rey del circuito justo antes de que el suizo trepara por primera vez a la cima, iba a jugar el partido de su vida y nada menos que en una final semejante.

Por eso, si bien muchas veces Federer ganó partidos y títulos "con la camiseta", en esta oportunidad esto se potenció como nunca antes. Es que no estuvo preciso como suele mostrarse y cometió varios errores más de la cuenta. Así como dijimos que se parecía muchísimo a Sampras, aún cuando el suizo es más completo de lo que lo fue "Pistol Pete", en esta ocasión volvió a asemejarse a él porque el saque lo mantuvo con vida.

Fue un partido sensacional, emotivo como muy pocos y que dejó mucha tela para cortar. Lo que no dudamos es que Federer se sustentó en una mente prodigiosa, luchando en general de abajo en el juego y en el marcador, y se apoyó en su variado, veloz y oportuno servicio. Esas fueron las claves de su victoria, no dándose nunca por vencido, aún cuando las cosas no le salían como pretendía.

Este duelo fue uno de esos que se ganan con la cabeza, que hay que saber cerrar. Primero desaprovechó cuatro break-points en el set inicial, le quebraron el propio y así se le esfumó ese parcial por poquito. Siguieron saque a saque en el segundo y Roddick estuvo 6-2 arriba en el tie-break. Ese instante fue crucial, una bisagra. Federer lo dio vuelta llevándose seis puntos consecutivos, lo que levantó a sus fanáticos.

Es que el campeón estuvo a punto de quedar 0-2 en sets, lo que hubiese sido muy distinto para ambos. Pero la paridad lo dejaba mejor parado. Así y todo, el estadounidense no aflojó y marcharon directo a otra muerte súbita, que el suizo definió otra vez por sólo dos tantos. Sí, con lo justo y necesario, sin sobrarle absolutamente nada. Y, cuando todos creíamos que ese impacto sería decisivo en el cuarto, nada de eso pasó.

Roddick le rompió el saque en un game irregular de Federer y estiró la lucha al quinto y definitivo set. Allí se vio al suizo mejor por momentos, pero llegó a sacar 15-40 estando 8-8. Salió a flote con autoridad, aunque su rival no daba muestras de caerse y también imponía un gran respeto con su saque. El primero que diera una chance, iba a perder. Y así fue, nomás. Lo definió el helvético en el 30° game y fue locura para él y llanto para el norteamericano.

Federer se desahogó con un salto de aquellos, sabiendo que había sacado adelante una verdadera batalla, que bien pudo perder. Lo extraño es que se equivocó mucho más de lo previsto en los intercambios desde el fondo, jugando al centro y casi sin ángulos, ante un Roddick muy sólido y mejorado. De hecho, el suizo cometió cinco errores no forzados más (38 contra 33), pero se impuso en el duelo de los saques (50 aces frente a 27 y ganando el 89 % de los puntos con su primer intento). Y luego reconoció que jamás tuvo el control del partido.

Por eso decimos que Federer sustentó su victoria en su mentalidad positiva y que el servicio lo mantuvo en carrera, salvándolo en instantes cruciales. En líneas generales, pareció el reino del revés, porque el suizo marcaba claras diferencias con su saque y era el que fallaba desde la base. Pero los monstruos, los auténticos grandes, son así y saben cuándo marcar la diferencia. Es cierto que fue exigua, mínima, pero suficiente y fulminante.

Atleta como muy pocos, completo y versátil como ningún otro, ofensivo como apenas algunos, Federer dejó en claro que es de una raza única, diferente, especial. Apenas le quebró el servicio a su rival una vez: fue en el último game, pero le alcanzó. Por eso su alegría desbordante, al regalarse esta proeza a escasos días de ser papá por primera vez. El mismo Roger que se felicitó mutuamente con su vencido y sigue siendo elogiado por todos los ex y actuales genios, que se rinden ante su grandeza, su humildad y su caballerosidad.

Ya todos lo consideraban el mejor de todos. Y aún más ahora, los Borg, los Laver, los Sampras, los McEnroe, los Agassi, los Nadal, los Connors, los Lendl, los Emerson... lo señalan como el verdadero N° 1 de todos los tiempos. Si ellos lo dicen, ya no pueden quedar dudas. Además, aún cuando no rinde en su plenitud, como en esta final, tiene la mentalidad y el oportunismo para saber cómo hacer para ganar. El tenis tiene su Dios. Felicitaciones, supercampeón.