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La saga de los matones

BUENOS AIRES -- El célebre River-Boca parece inevitablemente inscripto en la saga que valora la acción violenta (patadas, bravuconadas, mala intención en general) y que caracterizó los encuentros del año pasado por la Copa Libertadores.

Quizá algunos futbolistas de Boca (y sus asesores más estrechos) evaluaron que la eliminación a manos del Panadero se produjo en realidad porque River, en la suma de los dos partidos, se lo llevó por delante. Es decir, fue más guapo. Usurpó los méritos emblemáticos de Boca y, por lo tanto, más que ganarle, lo despojó de su identidad. De otro modo no se entiende la actitud de jugadores experimentados en el primer clásico del 2016 disputado en Mar del Plata.

No se entiende la acumulación de faltas propia de principiantes, no se entiende el gesto destemplado de Silva, quien, luego de meter un codazo que pasó inadvertido, fue con una plancha asesina a disputar una pelota por completo intrascendente con Mercado.

Cómo explicar la “ausencia” de Tevez. Su penal de escandalosa candidez (por decirlo con elegancia), su persistencia en la protesta.

Cómo explicar la torpeza de una defensa avezada, que no podía neutralizar maniobras sencillas del adversario sin infracción. En la búsqueda de restañar el orgullo averiado, de restablecer el perfil histórico dañado en el último mano a mano copero, Boca –sin que su entrenador haga nada para impedirlo– incurre en una demagogia autodestructiva. Algunos hinchas se pueden cebar con las patadas que fingen compromiso con la camiseta. Pero los más, indudablemente, pretenden que el equipo al menos insinúe un fútbol acorde con un equipo de tamaña jerarquía.

¿A quién se le ocurre desperdiciar el talento de Osvaldo y Tevez condenándolos a un entrevero de taitas, a un duelo de amenazas? No hay amistosos cuando enfrente están los primos. Es imperioso ganar. Así dice el apotegma sagrado. Pero se gana con inteligencia, talento, planificación, solidaridad dentro del campo. Es elemental, muchachos. Lo demás es una mitología barata que ya no funciona ni en el barrio. Ya no garpa, ya no vende camisetas ni derechos de televisión.

A río revuelto, River, cuyo equipo no aventaja a Boca ni por asomo, sale ganando. Se limita a mojarle la oreja a un adversario enceguecido y a facturar resultados que le sirven en bandeja. River se ha convertido en un gran promotor de la negligencia de Boca. Esa es su astucia. El remolino humano del segundo tiempo, el simulacro de pelea de barras, fue el colmo tragicómico. Gente grande.

A los dos equipos se los ve convencidos de que esta impronta de batalla campal debe ser el nuevo lenguaje del clásico. River, porque le da buenos resultados. Boca, porque necesita recomponerse ante el espejo imaginario. Ambos resignan el juego. Lo postergan, lo minimizan. Prevén quizá que una derrota sin sangre derramada sería imperdonable. Y que así, bajo un manto de tarjetas rojas, tiene algo de heroica.

Me inclino a creer que esta trampa no favorece a nadie. Ha hecho del plato principal del fútbol argentino una insípida ficción.