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Tratado sobre jugar bien

BUENOS AIRES -- El arte alcanza su meta final cuando logra conmover. No importa ser un erudito en la materia, haber recorrido los mejores museos del mundo, hacer talleres literarios, de dramaturgia, de pintura, de música.

Muchas veces he escuchado, en conversaciones en las que estuve como protagonista y en las que me inmiscuí gracias a mi poderoso oído derecho, a propios y extraños definir el hecho de jugar bien a algo.

También he escuchado a muchos estudiosos decir que el arte no tiene nada que ver con el deporte. En parte, esto es cierto, pero si hablamos de concepciones estilísticas, quizás no haya nada más emparentado que estas ramas tan disímiles. No podemos negar que la discusión de tres amigos en ART, la magnífica obra teatral de Yasmine Reza que expone las distintas miradas e interpretaciones sobre un mismo objeto (en este caso, un cuadro blanco con líneas grises, tasado en una fortuna), es altamente comparable con la discusión de tres amigos en un bar acerca de si la selección italiana de 2006 era un bodrio o una obra maestra.

En materia de estilos, el deporte va de la mano con el arte. Jugar bien significa poder conmover. Tener el poder de generarle al espectador un cosquilleo vertiginoso, efímero la mayoría de las veces, pero tan potente que dan ganas de decir con los ojos chispeantes: ¡Cómo juega el Barcelona!

Así, los girasoles o la habitación amarilla de Van Gogh, las pinturas manieristas de El Bosco, las Marylin Monroe de Andy Warhol y la Balsa de la Medusa de Géricault se sientan en una misma mesa. Entre los grandes pintores de las distintas épocas, sólo algunos pocos tienen el poder de conmover. De hacernos mirar sus obras para sentir algo más que un estilo o una serie de trazos particulares sobre el lienzo.

Y entonces, el público podrá elegir. Podrá sentenciar si los cuadros surrealistas de Joan Miró son de su agrado o no. Pero jamás podrá decir que Miró juega mal. Y si piensa eso, es porque no entiende nada de pintura.

En el fútbol y el deporte general, sucede parecido. No digamos igual, porque algun crítico de arte puede ofenderse -alguno de esos que de fútbol no entiende un pomo. Un pomo de pintura, claro-. Nos hemos cansado de escuchar frases alardeando sobre la valentía, el temor, la vergüenza o la desfachatez de los equipos. Batallas dialécticas entre ofensivos y soñadores contra defensivos y terrenales. Dos veredas, dos estilos, dos concepciones del fútbol. Y de la vida.

El problema radical aparece cuando intentan explicar líricos y practicistas el concepto de jugar bien. Los primeros dicen que Holanda de 1974, que no ganó el Mundial de aquel año, fue el mejor equipo de la historia porque jugaba bien. A la manera que lo entienden: al toque, al piso, vistoso. Los segundos contestan que el hecho de no ganar hace que valgan menos que un par de zapatos usados. Y por lo tanto jugaban mal.

Adhieren ellos que Italia, campeón de 2006, jugaba bien porque entendía a lo que tenía que jugar (¿?). Esto es curioso, dicen los primeros, teniendo en cuenta que, a priori, se piensa que los 32 equipos que clasifican a un Mundial entienden el deporte que practican. Aunque, claro está, hubo casos a fines de los '70 de selecciones que no tenían muy claras las reglas... pero eso mejor dejémoslo ahi.

El hecho es que hay algo más que el resultado concreto lo que hace que el tipo de equipos aguerridos, racionales y -a ojos de los ignorantes, aburridos- despierte algo. No se sabe qué exactamente, pero es algo: amor en algunos, odio en otros. Si no me creen, piensen en Argentina de 1990. Un equipo que estéticamente era horroroso pero que puede haber transmitido más que la propia Argentina de 1986. Suena absurdo, pero...

Así, hemos visto discusiones a puro grito y hasta algunas trompadas a vuelo rasante entre practicistas y líricos. En los bares, en las calles, en las casas. Cada cual sentado de un lado de la mesa y exponiendo argumentos que piensan, equivocados, que son irrefutables. Señalando con el dedo, injuriando a su rival de turno, intentando convencer. Nada más estúpido que un hincha tratando de convencer a otro de algo. Lo que sea. Lo que uno ve rojo, el otro lo ve verde. Y es por eso que son tan atractivas las discusiones de fútbol, sobre todo si se las ve desde afuera (degustamos como un manjar los programas de TV en los que la gente grita por si hay que jugar con tres delanteros, dos volantes de contención o cinco defensores. Somos todos muy extraños por disfrutar de esto, ellos y nosotros).

El tema aquí radica en el significado, entonces, de jugar bien. ¿Quién tiene razón? ¿Líricos o practicistas? Ninguno de los dos. Lo que desde hace años se percibe como noche o día, puede ser madrugada o atardecer, un horario que los encuentra a los dos con la mitad de verdad en la punta de la lengua.

El deporte, en su estilo, es como el arte. Jugar bien es conmover. Es transmitir algo. Es por eso que Brasil de 1970, Holanda de 1974 y Argentina de 1986 jugaban bien al fútbol, transmitiendo con la pelota en sus pies. O Argentina de 1990, la antítesis de lo nombrado anteriormente, jugaba bien transmitiendo con el corazón de sus jugadores, las lágrimas finales de Diego Maradona, la tapa de Héroes igual. O Grecia de 2004, el equipo de Otto Rehagel, que en la Eurocopa había estacionado en el área un colectivo con las ventanillas cerradas y no se le entraba ni con la mejor puntería de Guillermo Tell.

Así, con este concepto, podemos entender por qué Lionel Messi juega bien, y por qué Genaro Gattuso también lo hace. El talento conmueve tanto como el esfuerzo. Los estilos distintos hacen bello al deporte en todas sus características. Por eso es lindo ver cuando un equipo golea 6-0 y cuando otro logra aguantar un 0-0 con tres hombres menos en el campo.

Por eso, el fútbol es fútbol. Por eso, contemplar el arte y el fútbol, que pueden ser dos de las cosas más inútiles que un ser humano puede hacer en su vida si se lo tiene que explicar a un tercero, es tan inmensamente reconfortante.

Jugar bien es conmover. Si no me creen, pueden seguir peleando, aunque llegará el día en que se den cuenta.

Tarde o temprano, lo harán.