Rafa Ramos nos cuenta la tercera parte de la historia ficticia de Leovigildo Messi Cano, un extraordinario futbolista que nació en México
No fue fácil para Jordi y Leovigildo Messi-Cano poder cruzar las puertas de Valle Verde. La tarjeta de Jorge Melgara era de poca ayuda ante el desganado, acalorado y sagaz portero.
Aquí puedes leer el Capítulo 1 y el Capítulo 2
“¿Y cómo sé que esta tarjeta sí se la dio Don Jorge? Él se la pasa repartiendo tarjetas por todos lados. Se aprovechan de él. Hasta vienen a pedir dinero en su nombre. Y ahora usted me dice que tiene cita para que vean a su hijo. Váyase, váyase, que aquí vienen diario a pedir limosna”, le dijo el portero de Valle Verde.
“Mire, ahí está la firma de Don Jorge, dele la vuelta a la tarjeta”, repeló Jordi Messi.
“¿Y yo cómo sé que no la falsificó usted? ¿A ver, enséñeme su cartera, digo, su identificación, pues, para ver que no viene usted con otras intenciones?”, dijo el guardia de seguridad. “Y el entrenador ese que usted dice, José Luis Leal, no sé si ya llegó, yo no lo he visto”.
Mientras trataba de ganar acceso su padre, Leovigildo había agrupado a su alrededor a una decena de personas que admiraban, aquel cuerpecillo chiquitín y escuálido, hacer maravillas con el balón, sin que tocara el suelo, y dominándolo con todas las partes del cuerpo.
Jordi Messi le enseñó sus documentos al portero y le mostró los 800 pesos que llevaba. “¡Úchale! ¿Es todo lo que trae? Pues déjeme un dos de copas (200 pesos) en garantía, como pa’que yo sepa que usted es sincero. Y ya para que su niño no esté amontonando gente a la entrada, mire cómo los tiene a los babosos esos”.
Jordi era enemigo de andar sobornando gente, pero entendió que de otra manera no podrían entrar, y ya era casi hora de la cita para el entrenamiento que le había dado el Profe Leal. Resignado, Jordi Messi le dio uno de los cuatro billetes de 200 pesos.
Las puertas se abrieron finalmente. “¡Vamos Leíto, ya es tarde!”. Y con paso presuroso se dirigieron a las canchas de entrenamiento, hasta que localizaron al profesor José Luis Leal, quien había sido jugador del Rebaño Sagrado, un mediocampista con mucha calidad.
Después de las presentaciones, Leal lo lleva a a la cancha donde entrenaban las infantiles. “Pensé que no llegaban. Pero como vienen recomendados de Don Jorge, los esperé. A ver, si tiene diez años, lo vamos a poner con los de 12 años, aunque está muy chiquito, pero no hay categorías más chicas ¿Juega de 10 o de 7? Ah, caray, de 10. Bueno, lo probamos”.
Leal le entregó a Leíto una casaca roja con el 10 en la espalda, y que le quedaba enorme, como sotana de acólito, y lo mandó a la cancha, en cuya mitad practicaban ya los de esa generación. Jordi Messi sonríe satisfecho. Sabe que terminarán impactados por el futbol de su hijo, quien se muestra ansioso de poder jugar en una alfombra de pasto, y no en las accidentadas y descarapeladas canchas de Polanquito.
“A ver, Godínez, llegaste tarde, de castigo, déjale tu lugar a este chamaco, a ver qué trae. Tú eres el titular, pero eres un irresponsable, bueno tus papás, que siempre te traen tarde”, ordena Leal.
El problema era que Godínez era la estrella del equipo, e hijo de uno de los directivos del club y de la empresa MexiLife, y era el más popular, porque después de los partidos siempre le llevaban pizza para todos. No Godínez, no party.
Pasaron más de cinco minutos y los compañeros no le entregaban el balón a Leovigildo, quien desconcertado corría sin ton ni son. “Necesita la pelota, si no se la prestan, no va a poder mostrarse”, le dice Jordi Messi a Leal, quien había delegado la Sub-12 a un auxiliar.
“¡Hey! ¿Por qué no juegan con el 10?”, grita Leal. “¿Cómo se llama, me dijo?”
“Leovigildo”, riposta el padre.
“¿Leo… qué? Ja, ja, ja”. Leal da un fuerte silbatazo. “Quiero que combinen con él, con el 10, con este chaparrito –dice, mientras posa su mano en la cabeza de Messi-Cano–, hoy es su única oportunidad, y si no funciona se va y ya se quedan con su querido Godínez ¿Entendido?”.
El rezongo del entrenador surte efecto. Ladinos, los chamacos decidieron que todas las pelotas irían al 10, y de esa manera se desharían rápidamente de él. “A ver enano, haz algo”, grita el capitán de los rojos golpeando con violencia el balón hacia Leíto. Y la luz se hizo.
De inmediato, Lionel recibe el obús con la parte externa del pie izquierdo para aplacar la pelota, ante el azoro de todos. Encara al primero y lo supera sin problemas. Le salen dos al asedio, y con un rehilete, pisando el balón, y arrancando entre ellos, se deshace de ambos, mientras se resbalan. El cuarto jugador varios kilos y centímetros por encima de Leíto, se queda trabado en el camino, cuando amaga el recorte hacia afuera y recompone hacia dentro. Ya solo ante el portero, un muchacho de brazos largos como de chimpancé, le cruza el disparo por abajo a la izquierda.
Silencio absoluto. Bocas babeantes. Nadie lo felicita, pero no sólo por envidia, sino por estupor. Lo que había hecho Leíto, con semejante vértigo y precisión, no se había visto en esas canchas. Mientras todos miraban con ojos desorbitados, sólo Jordi Messi sonreía. El Profe Leal se tallaba los ojos. Desde la época del Willy Gómez no veía tanto descaro.
Se reanudó el entrenamiento. Recuperan los rojos, y todos querían ver si aquello que habían visto era un espejismo, una ilusión óptica, un accidente, un chiripazo o una realidad, y por eso, de nuevo, la pelota al 10.
La magia continuaría, pero esta vez había sentimientos heridos. Los mocosos de 12 años ya no iban por la pelota, iban por él, pero ninguno podía cazarlo. Llega al borde del área, y cuando se prepara para disparar, lo empujan por detrás y se va de bruces contra el suelo. Tiro libre. Le quieren arrebatar el balón, pero Leíto voltea con furia en la mirada y aprisiona le pelota contra su pecho, desafiando con el ceño fruncido a su compañero de casi 10 centímetros más alto. “Mía”, dijo el chamaco. “Déjalo, déjalo que lo cobre él”, se escucha el grito del Profe Leal.
Leíto acomoda el balón. La parábola termina siendo perfecta por encima de la barrera en la que se colocaron varias casacas blancas y otras rojas. Parecía que nadie quería que marcara otro gol. Pero la pelota con potencia termina venciendo al arquero, aquel de brazos larguísimos como los del portero alemán Sepp Maier.
La práctica se reanuda. Esta vez Leal se pone en cuclillas y atento sigue lo que hace el chamaco. A su lado, está el desalentado Godínez y junto a él, su padre, el tesorero del club, con elegante vestimenta sport, y evidentemente molesto.
Leovigildo Messi-Cano recibe de nuevo el balón. Sus compañeros empiezan a saborear a su nuevo crack. Y el concierto continúa. Esta vez
tira el balón por encima de dos rivales, en un preciso sombrerito, al botar el balón lo jala de taquito para deshacerse de dos más que corrían a marcarlo, llega al área, gira sobre sí mismo, y golpea con potencia a la izquierda del larguirucho portero. El resto de sus compañeros, como estatuas, sin participar.
Inusitadas ovaciones en una cancha de futbol infantil. Los compañeros corren a felicitarlo. Los rivales aplauden. Nuevos espectadores se acercan. Una algarabía absoluta. Excepto por tres personas: Godínez padre, Godínez hijo y El Profe Leal.
“¡No me sirve, así no me sirve, no sirve para el equipo!”, grita, colérico, el profesor José Luis Leal, ante el asombro de Jordi Messi, la sonrisa complacida de los Godínez, y el estupor de compañeros y adversarios.
Leal voltea hacia el padre de Leíto. “¡No me sirve! Así, definitivamente, no”, le dice, moviendo la cabeza hacia los lados, y haciendo violentos aspavientos como aspas de molino.
Continuará...