<
>

Paradojas de un árbitro

BUENOS AIRES -- Es probable que el legajo de Germán Delfino, considerado uno de los mejores referís de la Argentina, sufra algún daño luego del resonante episodio del partido entre Vélez y Arsenal. Así dicen los que frecuentan los cenáculos arbitrales.

Seguramente no es falta de personalidad lo que se le imputa. Delfino, en una valiente decisión, dejó sin efecto un fallo erróneo (que incluía penal y expulsión) y afrontó las protestas generalizadas a pie firme.

Quienes observaron la acción detenidamente pudieron comprobar que se hizo justicia. Que la mano era, en efecto, de Pavone y no de Rosero Valencia, por lo tanto no correspondía ninguna de las sanciones originales. Claro que a la justicia no se arriba por cualquier camino. De hecho, muchos expedientes judiciales regresan a fojas cero si se corrobora, por ejemplo, que hubo irregularidades en algún eslabón de la investigación.

La revisión polémica de Delfino parece haber surgido de algún monitor de la transmisión de Fútbol para Todos. El cuarto árbitro, Lucas Comesaña, quien habría advertido la equivocación, no tenía un panorama muy favorable desde su posición. Por lo tanto, cabe la sospecha de que algún mandadero, con buena intención y luego de mirar las repeticiones, haya dado la voz de alerta al equipo arbitral. La metida de pata era muy grave y por eso Delfino rebobinó la película. Un desempeño que él mismo calificó de "horrible".

Ahora bien, no puede haber justicia ilegal. Y el auxilio de las cámaras de televisión para confirmar o desechar un fallo no está habilitado por la FIFA. La situación paradojal (Delfino hizo bien, pero lo hizo mal) nos enfrenta de nuevo a la necesidad de incorporar herramientas tecnológicas más confiables que el ojo del juez y sus asistentes.

El supuesto encanto del error humano lo seguiremos aceptando en los delanteros nerviosos o los defensores troncos. En cuanto a la aplicación del reglamento, es preferible pifiar lo menos posible. No hay nada noble ni genuino a defender cuando se produce una injusticia.

Y resulta ridículo que mientras cientos de miles de espectadores (todos los partidos se transmiten en directo) se benefician con las reiteraciones y pueden repasar en detalle una jugada compleja, el árbitro sea forzado a decidir basado en una única impresión. A veces, el público advierte el error, pero el referí no. No le dan esa posibilidad. Lo condenan a una ficción en la que su palabra es sagrada, por más que, en simultáneo, lo desautoricen las cámaras.

Quienes sacan provecho del río revuelto son los ventajeros. Sólo a ellos beneficia el supuesto encanto del error. Y los reglamentos no tendrían que bendecir ese tipo de conducta.