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Leña del árbol erguido

BUENOS AIRES -- El desalojo de Boca de la Copa Libertadores sólo dio para comentarios elogiosos. Extraño, cuando un equipo pierde, algún flanco deja para que se filtre el escándalo inducido o el contragolpe del hincha lastimado por la frustración. Pero se ve que Boca jugó con tanta autoridad, tan a contrapelo de lo vaticinios que le asignaban un papel casi de partenaire en el Maracaná, que se hace difícil pasar facturas.

Aunque las fuerzas del azar suelen ser una coartada para encubrir defectos y renuncios, en este caso hasta se podrían invocar como causal de la caída. Boca no ligó (el gol decisivo fue una verdadera carambola), pero nadie lo dijo en voz alta, no hacía falta ese tipo de consuelo. Con lo que hizo el equipo, no hay deuda que levantar.

La razonable aceptación de ciclo cumplido, la maduración del recambio, también se pronunció con mesura. Lo hizo el presidente, Pedro Pompilio, como quien acata las leyes de la vida y el mercado, sin ánimo de barrer sino de acomodar, de permitir el flujo de juveniles. En fin, sentido común y tolerancia.

De todos modos, aunque altiva y civilizada, se trata de una eliminación. Y, como tal, no promueve la felicidad. Por lo tanto, deja poca tela para cortar. El encomio de una derrota digna es una cosa; prolongar la serenata como si fuera un triunfo heroico suena a abuso y puede producir el efecto inverso: fijar la herida, demorar el tránsito hacia el capítulo siguiente.

Ante la amenaza de quedarse sin temas redituables, la prensa acudió a un supuesto malestar entre los jugadores, cuyo motivo sería Riquelme. Claro, la ocasión es propicia: el diez de Boca no hizo nada ante el Fluminense. Salvo repetir lo menos productivo de su repertorio: aguantar la pelota de espaldas al arco adversario, disimulo elegante de su impotencia ante la marca (Riquelme nos había acostumbrado a un perfil más agresivo en los últimos tiempos, al hacer uso de su velocidad mental y de su pegada quirúrgica cerca del área). Su declive, no obstante, era previsible: venía de invertir todas sus energías en el inodoro, falto de entrenamiento y probablemente de confianza.

Pero, con el resultado puesto, su presencia decorativa en el Maracaná puede leerse -y exprimirse- como un inoportuno gesto de displicencia, que acaso esconde algún fastidio, algún capricho no saciado. Su intempestivo abandono de la cancha en soledad, los antecedentes en el Villarreal y su curiosa noción del liderazgo como conducta facciosa hacen verosímil la interpretación de un cortocircuito. Es un buen momento para disparar sobre el narcisismo de Riquelme.

Sin embargo, estos episodios quizás digan menos del clima en el plantel que de la necesidad de prolongar la eliminación de Boca en la Copa en el tope de la minuta deportiva. Seguramente había tantas o más razones para analizar el partido como una demostración de que la hegemonía de Riquelme no es el gran sostén del poder de Boca. Sin él, o con él disminuido, no hubo mella en el temperamento ni en el espesor de juego. Pero mirar las cosas de este modo significaría para algunos expertos escupir al cielo. Borrar con el codo la prédica sobre la tutela insustituible que Riquelme ejerce y debe ejercer sobre el equipo (y cualquier equipo que integre). Una lástima, porque sería extraer de la derrota una buena noticia.