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Fueron el orgullo charrúa

BUENOS AIRES (EFE) -- En 1924 Uruguay había ganado el título de campeón olímpico en París y la fama de su fútbol reflejó su prestigio sobre todo el balompié de la América mestiza, siempre subestimada por Europa.

Siguiendo la normas de la Confederación Sudamericana, le correspondía a Paraguay organizar el campeonato continental de ese año, pero como no se disponía en Asunción de un estadio adecuado y una infraestructura hotelera siquiera mediana para albergar a las delegaciones, las cosas se complicaron para los dirigentes de ese país, que no querían renunciar al compromiso.

Las autoridades paraguayas concertaron entonces con las de Uruguay y, por extensión, con las del fútbol oriental, la organización bajo su responsabilidad de la Copa América en Montevideo. El hecho fue auspicioso porque gracias al título olímpico logrado por el equipo local el entusiasmo de los aficionados se multiplicó de manera asombrosa.

Se inscribieron Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay y no participó Brasil. La vieja cancha del Parque Central club Nacional fue remozada y se le agregó, para mayor comodidad del público, un nuevo trozo a su bella tribuna techada. Inauguraron el campeonato Argentina y Paraguay, que empataron 0-0.

En el equipo argentino se alineó como extremo izquierdo Cesáreo Onzari, jugador del club Huracán, protagonista, días antes, de una historia digna de recordar. Al poco tiempo de su regreso triunfal de París, los campeones olímpicos uruguayos fueron a jugar al estadio del club Sportivo Barracas, en Buenos Aires, contra la selección argentina.

En aquel partido se produjo un gol de tiro libre directo desde una esquina que hacía muy poco tiempo la "International Board", que maneja las leyes del fútbol, había declarado legítimo, ya que hasta entonces el gol de córner, sin que ningún otro jugador tocase el balón antes de que cruzara la línea de sentencia, se consideraba jugada nula.

Cesáreo Onzari ejecutó un córner, el balón cruzó la línea de meta de Uruguay y fue convalidado. Los uruguayos reclamaron alegando de Manuel Seoane, jugador argentino famoso por lo travieso, había desplazado al guardameta uruguayo Mazzalli, muy suavemente, lo suficiente para que no atrapara el balón. Desde entonces a Onzari lo llamaron el "inventor" del gol olímpico, porque precisamente se lo había marcado al equipo campeón de los Juegos de la Olimpíada de París'24.

Uruguay y Argentina disputaron la final de la Copa América de ese año en Montevideo el 4 de noviembre. Con un empate los locales lograrían el título. El partido tuvo dos fases: una lucha de equipos con pasajes de acentuado dominio de los uruguayos y como agregado el gran duelo entre el cañonero oriental Pedro Petrone y Américo Tesorieri, arquero de Argentina.

El proyectil no pudo perforar a la coraza. Las tapadas del balón que hizo Tesorieri aquella tarde maravillosa, con cancha pesada y rival que no daba tregua, fueron homéricas, históricas. Fue un asombro lo que realizó aquel varón todo músculo y nervio, la mirada de lince, sus manos de tenaza, su temple sereno en medio del fragor del juego que tenía algo de combate. Flaco, metido en una prenda de lana color gris, con cuello alto, tejida por el amor de alguna moza en las casitas de chapa de la Boca del Riachuelo, eso fue Américo Tesorieri aquella tarde.

Mantuvo su meta invulnerable afrontando disparos lanzados desde todos los ángulos y desde todas las distancias. Y fue tan grande defendiendo su bastión invicto, que apenas terminó el partido sus rivales, sus adversarios, Nasazzi, Cea, Petrone, Zibechi lo levantaron en andas y lo pasearon frente a las tribunas rindiéndole el homenaje de admiración más afectuoso.

En partido terminó igualado. No Hubo goles y Uruguay retuvo la Copa América en aquel inolvidable torneo de 1924.

Un año después el campeonato se jugó en Buenos Aires con la menor cantidad de participantes de la historia: Argentina, Brasil y Paraguay. El fútbol uruguayo estaba negociando la solución de su cisma pero las dificultades que creaba la elección de jugadores de una u otra fracción impidió que el equipo celeste concurriese a la cita porteña.

Como los participantes eran pocos se resolvió disputar el torneo en dos rondas, entre fines de noviembre y pasada la Navidad de 1925.

En aquella ocasión el gran goleador e ídolo del fútbol brasileño, Arthur Friedenreich, se despidió del público rioplatense después de largos años de actuación internacional. También se despidió de los aficionados de esta parte del continente otro fenomenal jugador, el paraguayo Gerardo Rivas, un delantero fino y eficaz que en 1921 había sido factor fundamental de la victoria que los guaraníes lograron ante Uruguay.

Argentina ganó el campeonato con Tesorieri, Bidoglio y Muttis; Méedici, Vaccaro y Fortunato; Tarascone, Cerroti, Seoane, De los Santos y Bianchi. El conjunto albiceleste venció en el primer partido decisivo a Brasil por 4-1 y posteriormente empató 2-2.

En 1926 le correspondió a Chile, "mi hermosa tierra", el honor de organizar la Copa América, y los dirigentes de ese país eligieron los llamados "Campos de Nuñoa", un suburbio residencial de Santiago, como escenario. La novedad en la familia futbolística del continente fue la incorporación de Bolivia a la disputa del que, en aquel momento, seguía siendo el torneo más importante del mundo.

Eran los mineros del estaño, sufridos y fuertes, eran los hombres blancos de la llanura santacruceña y los de la raza color cobre del Altiplano los que se incorporaban a la comunidad fraternal de los futbolistas del deporte del pueblo, que es expresión de vida y de alegría, lo cual debe ser también el sentido político, de afirmación de unidad de los torneos deportivos.

Jugaron aquel torneo Argentina, Uruguay Paraguay, Chile y Bolivia y faltó Brasil. En el equipo uruguayo sólo quedaban Nasazzi, Andrade, Scarone y Romano de la formación olímpica que dos años antes se había consagrado en París, pero su potencial permanecía intacto. Ganó el campeonato con 8 puntos, 17 goles y sólo 2 en contra; Argentina fue el subcampeón, Chile tercero, Paraguay cuarto y Bolivia quinto.

Uno de los grandes jugadores de este torneo fue el uruguayo Héctor Castro, quien había perdido una mano en un accidente y al que en el mundo del fútbol mundial le llamaban "el manco". En Argentina se despidió de la selección "el negro" Gabino Sosa, un hombre humilde, jugador del club Central Córdoba de la ciudad de Rosario y obrero del ferrocarril.

Una vez el club quiso acomodar su situación económica y regalarle una casa como premio por sus largos y desinteresados años al servicio de su divisa. Los dirigentes, a manera de sondeo, le preguntaron cuáles eran sus necesidades y "el negro" respondió: "si me quieren regalar algo, lo que quisiera es una muñeca para mi hija".

Así son algunos de los personajes del fútbol de nuestra América.