BUENOS AIRES -- No voy a ser yo quien descubra el talento de Novak Djokovic. No seré quien describa la calidad de sus golpes, muchas veces lacerantes, siempre inteligentes.
San La Muerte: este año, en París (Getty Images)

No repasaré su crecimiento, su transformación desde ese espigado adolescente que auguraba tempestades a este hombre formado desde los hombros que no se inmuta y resuelve, que juega en velocidad, que se mueve en carpeta con la comodidad de pocos. No jugaré el juego del elogio, menos ahora. Djokovic es el campeón de París, ganó un Masters 1000. Felicidades.

No seré yo.

Pero quiero hablar de Djokovic. Quiero hablar, por ejemplo, de cómo entró a la cancha en el primer duelo de este torneo que supo llevarse. Quiero hablar de esa máscara mortuoria que -casi en coincidencia con la noche de brujas- él supo llevar. Quiero hablar de este fantasma de la ópera tenística.

Quiero hablar de sus imitaciones a jugadores y de aquella otra máscara, un antifaz, diría, que el mismo muchacho se calzó para generar una evidente imitación del mítico avispón verde y -calculo- para robarle una sonrisa a la muchachada parisina.

Quiero hablar de su rol, de su autoimpuesto rol, de su evidente rol de bufón en un circuito que lo quiere tanto por su simpatía extratenística como por su rendimiento en los courts.

Y quiero todo esto porque quiero explicarme. Necesito entender. ¿Por qué, Djokovic? ¿Por qué la risa, por qué ese lugar? Hasta su apodo, apodo marketinero, extranjero, anglófilo, lejano a un serbio, agiganta la curiosidad: Djoker. Le dicen. Por similitud fonética: Joker. El bromista. El bufón.

Me respondo solo, y pienso en la ciclotimia. Pienso en los tiempos de guerra de su Serbia infantil. Pienso en los inviernos de guante y campera en los que, acompañado de Ivanovic, Jankovic y Tipsarevic, forjaba una camada ganadora entrenándose en una piscina vacía por la falta de canchas en Belgrado.

Pienso en Múnich, y esos dos años que pasó lejos de su familia en una academia de tenis. Ahí lloraba. Muchas veces lo declaró: pienso en el contrario del llanto. El rey de la risa. The Djoker.

El avispón verde, o algo así, en 2008 (AP)

Pienso en su actuación: hace de Sharapova, de Roddick, de Nadal. Avisa: "Tengo nuevos personajes". Pienso en su propia identidad, en cómo de jovencito buscó la nacionalidad británica seducido por los bares de una Inglaterra que él mismo venció en la Copa Davis.

Pienso en el liderazgo temprano que ejerció en medio de sus compatriotas: hace tres años los juntó y les prometió que alguno de ellos ganaría un Grand Slam antes de terminar 2008. Fue él quien lo logró, cuando se coronó en Australia.

Pienso en Federer, en Nadal, en su espera como número tres del mundo. En sus victorias y en sus derrotas. En la frustración de no poder trepar. En la sensación de estar en el podio de la idolatría, con la certeza de que hay obstáculos insuperables.

Pienso que desde el humor buscó batallar para encontrar un lugar único. Pienso que -sin descuidar su estilo en la cancha- logró que lo identificaran como un hombre simpático, que lo quisieran por sus chascarrillos, que le pidieran muestras de talento teatral, pruebas de circo.

El poeta mexicano José Emilio Pacheco lo dice mucho mejor de lo que hubiera podido decirlo nunca: "Ante el agobio de la desventaja/ queda la alternativa de ser bufón o ermitaño./ Pero, indolente,/ como soy o como me hicieron,/ preferí volverme invisible".

Djokovic no es indolente. No es invisible, tampoco. Y, agobiado por un mundo en el que Federer es Federer, en el que el tenis tiene mandamases, veteranos, Safines, vedettes, amores, elegidos y Nadales, el serbio ya ejecutó su elección.