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Bud Selig, un reinado con luces y sombras

Selig contribuyó con los Clásicos Mundiales a internacionalizar el béisbol. AP Photo/Paul Sancya

El 25 de enero del 2015, Bud Selig pasará su cargo de comisionado de las Grandes Ligas a Rob Manfred y cerrará un reinado de 23 años lleno de luces y sombras.

En septiembre de 1992, Selig, entonces propietario de los Milwaukee Brewers, asumió de manera interina el puesto de comisionado, que se oficializó en 1998.

Fue quien encabezó una revuelta de los dueños contra el entonces comisionado Fay Vincent, quien se vio obligado a renunciar.

En el 2000, se convirtió en el comisionado de mayor poder en la historia, al eliminarse los cargos de presidentes de las ligas Nacional y Americana. Ahora Selig era el rey absoluto del béisbol.

Le tocó uno de los períodos más turbulentos, pero al mismo tiempo de mayor crecimiento en la historia del béisbol, con cambios estructurales claves que redundaron en una economía pujante como nunca antes vieron las Grandes Ligas.

Dos años después de su llegada tuvo que enfrentar la huelga de 1994, que obligó a cancelar la Serie Mundial por primera vez en nueve décadas y amenazó incluso la temporada de 1995.

Selig se vio atrapado en una red de crisis, que necesitaba ideas renovadoras para salvar al béisbol entonces, aunque muchos le critican haber aplicado la máxima de Nicolás Maquiavelo de que "el fin justifica los medios".

Entre sus primeras decisiones polémicas, sacó del destierro al dueño de los New York Yankees, George Steinbrenner, suspendido en 1990 por Vincent, al tiempo que castigó por un año a la entonces propietaria de los Cincinnati Reds, Marge Schott, por sus repetidos comentarios racistas, mientras se rehusó a perdonar a Pete Rose, una de las tareas que le quedaron pendientes y le generó muchas críticas.

Uno de sus primeros aciertos fue la ampliación de dos a tres divisiones por cada liga y la creación de los comodines o wildcards, que reanimó la competencia en las postrimerías del calendario regular, algo que se perdía muchas veces, cuando a principios de septiembre ya se sabía quiénes clasificarían a los playoffs.

Con los comodines llegaron también las series divisionales, que se sumaron a las series de campeonato de liga y la Serie Mundial para extender las emociones de la postemporada.

Aunque oficialmente esto se instauró en 1994, el paro laboral demoró hasta 1995 su entrada en vigor.

Pero los fanáticos aún no respondieron a los cambios como esperaba la oficina del comisionado, dolidos por la huelga que los dejó sin Serie Mundial.

Las heridas tardarían cuatro años en sanar, hasta que aparecieron como salvadores Mark McGwire y Sammy Sosa con su inolvidable carrera de los jonrones en 1998, que puso fin al récord de 61 bambinazos en una temporada que ostentaba Roger Maris desde 1961.

Y fue aquí donde salió a jugar Maquiavelo con su famosa frase, pues Selig se hizo el de la vista gorda y aprovechó el espectáculo que brindaban McGwire y Sosa, por encima de cualquier sospecha de uso de esteroides, entonces de cierto modo legales en el béisbol.

El consumo de sustancias para mejorar el rendimiento deportivo se extendió como hierba mala por todos los terrenos de béisbol y no fue hasta entrado el siglo XXI que el asunto explotó de manera escandalosa.

El Congreso Federal tomó cartas en el asunto en el 2005 y ordenó al senador George Mitchell una investigación independiente, cuyo reporte se dio a conocer en diciembre del 2007 y según el cual, más de 100 jugadores consumieron esteroides y hormonas de crecimiento humano (HGH) para mejorar su rendimiento.

Las Grandes Ligas entonces establecieron una política de sanciones, pero ridículas, con suspensiones que, más que castigos, parecían vacaciones, con afectaciones mínimas al bolsillo de los infractores.

No fue hasta el escándalo de Biogénesis, la clínica de Coral Gables, en el sur de la Florida, que se tomaron medidas más drásticas, incluida la suspensión por una campaña completa de Alex Rodríguez, jugador de los Yankees.

Para muchos, A-Rod fue el chivo expiatorio con el que Selig quiso sacudirse las críticas por su mano blanda ante un problema que estaba inflando a niveles de descrédito las estadísticas del béisbol.

Para otros, fue el verdadero inicio de la lucha contra el flagelo de las sustancias prohibidas, después de varios pálidos intentos anteriores.

Selig se va y nos deja cosas positivas, como la creación de un segundo comodín a partir del 2012, la repartición de ganancias con las franquicias más pobres, para equilibrar las fuerzas y unas arcas desbordadas gracias a los multimillonarios contratos de televisión, que garantizan la buena salud del béisbol.

Nos deja también las polémicas apelaciones al video para decidir jugadas cerradas y la controvertida regla 7.13, que evita colisiones entre corredores y catchers en el plato.

Su participación fue clave en la creación de los Clásicos Mundiales, eventos aún muy mejorables, pero que constituyen ya un gran paso en la internacionalización del béisbol como nunca antes.

Bajo su reinado, dos equipos cambiaron de liga por primera vez en la historia. Los Cerveceros se fueron de la Americana a la Nacional en 1998 y los Houston Astros hicieron el viaje a la inversa en el 2013.

También nacieron dos nuevas franquicias en 1998, los Arizona Diamondbacks y los Tampa Bay Devil Rays, mientras que los Montreal Expos se mudaron a la capital y se transformaron en los Washington Nationals.
Se va con opiniones encontradas, pues mientras unos lo ven como un salvador, un revolucionario del béisbol, otros lo ven como una figura gris, fría y calculadora, que se aprovechó de las circunstancias para amasar un poder único que ya quisieran para sí los jefes de otras ligas profesionales en Estados Unidos, como la NBA o la NFL.

Pero lo que es innegable es que el béisbol fue otro con Bud Selig y que desde el juez Kennesaw Mountain Landis, primer comisionado de las Grandes Ligas tras el escándalo de las medias Negras de Chicago en 1919, ninguno dejó una huella tan profunda como este que ahora le pasa el mando a Rob Manfred.