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Vélez: un vínculo que nunca termina

PARÍS -- No debe ser casualidad que los 20 años de mi último partido como director técnico de Vélez me encuentren en el mismo lugar en el que empezó aquel momento inolvidable de mi vida: en Francia. Y hoy le agradezco a Dios que Vélez me haya hecho volver a mí país y vivir tres años y medio que jamás podría haberme imaginado.

Por empezar, jamás había imaginado que alguna vez iba a ser técnico de Vélez. Más allá de haber sido jugador del club desde mi infancia, en 1992 yo estaba radicado en Francia con mi familia y nuestro plan era quedarnos allá. Fue una sorpresa cuando me llamaron en noviembre de 1992. En principio le dije a la dirigencia de Vélez que podíamos conversar, pero fuimos avanzando hasta que nos pusimos de acuerdo.

En los primeros días de 1993 empezamos la pretemporada en Necochea. En ese momento no era tan sencillo informarse sobre fútbol como lo es ahora, por lo que yo conocía muy poco del plantel con el que iba a trabajar. Un poco de Basualdo por la Selección y de Chilavert que había pasado por Zaragoza, pero no mucho más. Con lo cual tampoco podía siquiera soñar con todo lo que vino después.

En el arranque, algunos hinchas se enojaron conmigo cuando dije que me había encontrado con "un grupo de percherones". Me malinterpretaron, porque lo que yo quería mostrar era que los jugadores a mi cargo formaban un grupo muy trabajador y generoso, siempre dispuesto a dar un poco más. Tal como el percherón, un caballo incansable al que se le dan las tareas que necesitan de más sacrificio. Y el tiempo me dio la razón.

Algo de eso empezó a quedar claro en nuestra primera campaña, cuando llegó la primera derrota: ante River y en el Amalfitani. El equipo reaccionó de inmediato y me demostró que se sentía candidato. Pasaban los partidos y se daba una gran amalgama entre un plantel joven, con base de jugadores salidos del club (¡llegaron a ser el 50%!) como Almandoz, Cardozo, Bassedas, Asad, Flores y Gómez, con la experiencia de otros como Basualdo, Sotomayor, Trotta, Pico y Esteban González. Y que se armaba desde atrás con un enorme jugador como José Luis Chilavert, con todo lo que él representaba.

Llegó el primer título, que para el club era solamente el segundo en toda su historia. De hecho, yo había estado en el primero, en 1968, como jugador. Podríamos habernos conformado, pero no: ese plantel nunca se aburguesó. Yo les decía muy seguido: "El apetito viene comiendo". Y así fue, todos teníamos ganas de seguir trabajando e ir por más.

Los desafíos que teníamos por delante no eran fáciles: con un plantel muy corto comparado con nuestros rivales, fuimos a jugar la Copa Libertadores a un verdadero "grupo de la muerte". Para eso, en el campeonato local armamos un equipo paralelo con base en la cuarta que había sido campeona en 1993, con Pellegrino y Camps rodeados de chicos de 20 años.

Mientras tanto, todos apostaban a ver quiénes clasificaban entre el Boca Juniors de Menotti, heredero del campeón de 1992 y con Márcico, Martínez y otros grandes nombres, y dos equipazos brasileños. Uno era el Cruzeiro de Ronaldo y Dida; el otro, el Palmeiras de Wanderley Luxemburgo, con Roberto Carlos, Zinho, Mazinho, Cesar Sampaio, Rivaldo, Edmundo... Pero el invitado sorpresa les aguó la fiesta y terminó primero en el grupo.

Salimos fortalecidos de esa prueba y el grupo ganó todavía más confianza y experiencia en las series de ida y vuelta. Faltaba el último obstáculo, el Sao Paulo bicampeón de América e Intercontinental de Telé Santana. Pero con la lógica del trabajo y de creer en lo que uno se propone la Copa Libertadores viajó para Liniers.

Había resto para más: la Copa Intercontinental ante un AC Milan que venía de hacerle cuatro al Barcelona de Cruyff, repleto de estrellas como Baresi, Maldini, Desailly, Boban, Savicevic... Humildemente fuimos a jugar de igual a igual, sabiendo que, una vez más, no éramos los favoritos.

Esa final mostró que en el fútbol todo se puede: hay que poner convencimiento y encontrar reservas morales que uno a veces ni siquiera sabe que tiene. Y ganamos bien un partido sin muchas diferencias entre los dos equipos, pero en el que concretamos nuestras oportunidades.

En ese momento uno mira hacia atrás y se sorprende de lo lejos que llegó. Porque cuando me cuentan de hazañas de algunos clubes, como la más reciente de Leicester, no dejo de reconocerles su valor, pero cuidado: Leicester es una ciudad con más gente que el barrio de Liniers y aledaños. Nosotros llegamos a ser los mejores del mundo desde el barrio de una ciudad, y nadie en ese barrio, ni siquiera yo mismo, había soñado alguna vez con conseguir algo así.

Siguió pasando el tiempo y seguimos sumando logros. Pero llegó un momento en el que decidí que tenía que alejarme. Antes de que terminara 1995 le avisé a la dirigencia del club que en junio de 1996 iba a dejar de dirigir, ya que tres años y medio me parecía un tiempo más que suficiente. Veía también que se venía el momento de tomar decisiones que uno no quiere tomar con gente que me había dado todo cada vez que le pedíamos algo.

Al título de 1995 se le sumaría el de 1996, pero yo ya no estuve en los últimos tres partidos como para verlo. Y sabía que no iba a volver más.

Como dije entonces, y la promesa sigue vigente: regresaría a Vélez solamente si el club me necesitara, y por suerte desde entonces salió varias veces campeón. Y eso es lo mejor que le puede pasar a uno: ver que la institución a la que uno quiere va por buen camino.

Del que fuera mi último partido, contra Colón, recuerdo que fue muy luchado y que se nos terminó abriendo con un gol en contra. Y me llevo una anécdota del final, ya que lo saqué a Trotta faltando cinco minutos, ya que para él también era su último partido. Poco después nos dan un penal y me dice: "¿Por qué me sacó? Me hubiera despedido con un gol..."

Para peor, lo patea José Luis y lo erra... "¡Le dije! ¡Si estaba yo lo hacía!", insistió Roberto, bien a su manera. Pero también era la manera en que vivían el fútbol todos esos jugadores: tenían la chapa de ganadores puesta y lo siguieron demostrando a donde sea que fueran después.

Recuerdo también que Vélez me hizo una despedida hermosa. Yo había llegado a los 11 años y no como hincha, porque esas son cosas que uno hereda. Pero me hice hincha de Vélez al haber vivido las cosas que vivimos juntos, y a la hora de mi tercer adiós, sentí que me despedía de un lugar con el que se me acababa el vínculo laboral, pero con el que jamás se terminará el afectivo.

Felicidades.