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La construcción de la idolatría

BUENOS AIRES -- La idea rondaba su cabeza hace años. Nadie olvida que, en 2012, en el curioso marco de una final de la Copa Libertadores ante Corinthians, anunció que se iba de Boca. Que estaba vacío, que el fútbol no podía darle nada más.

Luego, operativo clamor mediante, Román volvió al redil, recuperado de su efímera apatía, a renovar los votos con su equipo del alma y lleno de frases sentimentales.

Ahora parece que va en serio. Luego de escuchar un par de ofertas que no lo convencieron y de haber cerrado el círculo con Argentinos Juniors, institución que lo vio nacer y tuvo que soltarlo de pichón bajo presión de la chequera de Mauricio Macri, dijo no va más. A los 36 años, Juan Román Riquelme, el mayor ídolo de la historia de Boca, abandona el fútbol para dedicarse a la familia y a comer asado con los amigos, según anunció.

Entonces el frondoso archivo recupera visibilidad. Homenajes y repasos nos permiten recordar una campaña fulgurante. 11 títulos con Boca, entre ellos tres Libertadores y una Intercontinental, un campeonato Mundial Juvenil de la mano de José Pekerman, uno de sus grandes impulsores, una medalla olímpica dorada, escalas en Barcelona y Villarreal, la conducción de la Selección Nacional... En fin, el hombre se dio todos los gustos.

De sus muchos talentos, subrayados hasta la redundancia, quizá sobresalga su milimétrica pegada y su capacidad de organización. Su habilidad también es innegable, y la prueba cabal la encarna el célebre caño a Yepes, esporádicamente evocado como cima del virtuosismo. Pero el gran mérito, el que le hizo ganar fama de último ejemplar de una raza desaparecida, es su incidencia crucial en el funcionamiento colectivo. Su pie, como una voz de mando, convertido en centro de gravedad del equipo, en articulador de los ritmos y los movimientos.

Más allá del lucimiento personal, Román siempre mejoró a los compañeros. Siempre elevó el promedio de los cuadros que le tocó integrar. A algunos, los llevó a la gloria. Es que, desde su debut en Boca, en noviembre de 1996, gracias a una repentina inspiración de Carlos Bilardo, el tímido Riquelme, que en las entrevistas delegaba la palabra en su representante, aquel joven hermético, fue elaborando su personalidad de líder. Fue desarrollando una conducta de progresiva influencia en el plantel, hasta capitalizar un poder capaz de poner en jaque a entrenadores y dirigentes. Capaz de alinear un plantel detrás de su palabra.

Las prodigiosas habilidades con la pelota las tuvo desde el semillero, eran su don genético. El plus que catapultó sus dotes y lo hizo referencia principal de cada plantel (futbolística y anímica) deriva de un largo aprendizaje. Inteligente como pocos, Riquelme descubrió los alcances de su discurso y la importancia de su pensamiento estratégico. A falta de un carisma desbordante, fue ese perfil de abanderado, de responsable de los planes del conjunto, tanto o más que sus goles y pases antológicos, lo que le franqueó el acceso al corazón de la tribuna.

Ya no quedan futbolistas con tan tremendo peso. Gigantes así. Riquelme, quizá un peldaño más arriba que Bianchi, es el hacedor de la gloria reciente. De la racha más exitosa del club. ¿Quién podría disputarle esos derechos de autor? ¿Palermo? No, Martín no es tan emblemático.

Riquelme es un pabellón azul y oro. El más paciente (y brillante) constructor de la idolatría.