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El día después de la gloria

BUENOS AIRES -- Javier Zanetti juega en el Inter desde 1995. Con 40 años recién cumplidos y luego de una seria lesión en el tendón de Aquiles, el lateral se apresta a regresar a la rutina competitiva con las expectativas intactas.

Como si fuera su segunda temporada en liga italiana, le quedara un mundo por descubrir y latiera inexplorada la tentación del éxito y la consagración.

Zanetti, podría decirse, está de vuelta. No por su condición física, que es excelente. Sino porque ha ganado 16 títulos (incluidos Champions League y Mundial de Clubes) y se ha convertido en un fetiche de la institución de Milán (es el jugador con más presencias en la historia). También se lo ha considerado durante años titular indiscutido de la Selección Argentina, sin distinción de entrenadores, lo que le permitió participar en dos Mundiales.

Cuando otros se sentarían al calor del hogar a repasar las mejores fotos de álbum, Zanetti se sigue entrenando con el ahínco de un juvenil para prolongar una carrera a la que aún no le ha fijado fecha de cierre.

Es difícil que al jugador argentino se le haya disparado alguna vez la adrenalina en vísperas de una gran final. O que algún título haya representado una aspiración colmada. También es improbable que se deprima con las derrotas o que se plantee metas que excedan la responsabilidad cotidiana de un profesional con todas las letras.

Para Zanetti, el fútbol es un hermoso oficio. Nada más, nada menos. Su gratificación acaso resida en la permanencia, en la repetición. De allí tal vez provenga su energía renovada.

El día después de la gloria, Zanetti no se interroga sobre las razones para continuar. Se levanta temprano como siempre para ir al entrenamiento. Algo es seguro: jamás será un insatisfecho.
Pep Guardiola también ha tocado el techo, sólo que su reacción es exactamente la inversa. En la reiteración del éxito se ha visto morir. En la maquinaria perfecta que supo diseñar para el Barcelona, trazó a su vez el límite de su horizonte.

¿Qué hacer entonces? Cómo recuperar el entusiasmo si todo ha sido hecho. Si ya no hay nada más para ganar. Guardiola decidió subirse al nuevo gigante del fútbol, el Bayern Munich, que se perfila para ocupar el lugar hegemónico del Barcelona.

El club alemán acaba de ganar todo (salvo en el debut de Guardiola, justamente, cuando perdió con el Dortmund por la Supercopa local). De modo que al DT le queda poco más que hacerle mantenimiento a ese instrumento poderoso que ha funcionado de maravillas desde mucho antes de que él llegara.
El desafío deportivo, en estos términos, no suena muy promisorio. Detalles más o menos, su tarea no diferirá mucho de sus últimos tiempos en Barcelona. Mirar el mundo desde arriba. Observar desde la vera del campo a un equipo al que no hay nada que agregarle ni que quitarle.

Sin embargo, a Pep parece seducirlo el pasaje de culturas. No en vano, durante su año sabático en Nueva York (gesto más propio de un artista indie que de un entrenador de fútbol), se aplicó a aprender la lengua alemana, con todas sus palabras kilométricas.

Y así desembarcó, sin traductor, pisando firme un territorio distante. Se diría que, cuando amanece después de la gloria, para Guardiola empiezan los placeres de un paladar mundano. Salir del pago. Demostrar excelencia con parámetros ajenos. Absorber, empezando por el lenguaje, la nueva cultura. Ser un ciudadano global. Tanto como el fútbol mismo.