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Música de Sandro, zapatos de cuero y carne argentina

(Esta nota no fue escrita como una necrológica. Había sido publicada con motivo de la conmemoración de los 50 años del primer título importante de Bobby Fischer, el 8 de enero de 2008)

BUENOS AIRES -- Miguel Ángel Quinteros es argentino, es ajedrecista, es emprendedor y es amigo de Bobby Fischer. "Nunca perdí el contacto con él. Ni cuando muchos decían que estaba muerto, ni ahora. Aunque ya no hablamos tan asiduamente", comenta orgulloso este Gran Maestro de 60 años, múltiple representante olímpico de su país en la disciplina que ama.

- ¿Cómo describiría a Fischer en pocas palabras?
- Ante todo, es un genio. Un hombre con convicciones muy arraigadas y un sentido del humor muy especial, muy puro. Él me dice una y otra vez que nunca mintió. Y sabe una cosa: yo le creo.

Quinteros fue uno de los responsables de que el último Mundial de ajedrez se jugara en San Luis, en argentina. También la clave para entender por qué Fischer visitó Buenos Aires tantas veces durante su vida: la última vez que estuvo en la ciudad fue para presentar el Fischerandom, una modalidad de juego inventada por el propio norteamericano. En aquella presentación, Quinteros fue su ladero. Antes habían hecho una gira por toda la argentina para jugar simultáneas de ajedrez. Empezaron en Tucumán y terminaron en Bariloche.

Es que la relación del argentino con Bobby arrancó temprano, a principios de los '70, cuando el estadounidense llegó a Buenos Aires para jugar un campeonato que, lógicamente, ganó. Él recuerda.

-¿Cómo lo conoció?
- Nos hicimos amigos enseguida. Literalmente, la primera vez que nos vimos. Nunca me voy a olvidar: juntaron a todos los participantes del torneo en un salón, y el director del torneo nos fue presentando uno por uno. Como era de esperar, todos le hacían grandes reverencias. Yo era el más joven, tenía apenas 20 años y no había ganado ningún título en mi vida, así que no había ninguna razón por la que Fischer pudiera fijarse en mí. Él iba pasando y le daba la mano a cada jugador. Cuando llegó hasta mi lugar, me estiró el brazo y me dijo unas palabras en un español dificultoso: "¿Cómo le va, qué dice?". Yo tenía una admiración inmensa hacia él. Primero me quedé pasmado, pero enseguida le respondí con una invitación: "Yo te voy a llevar a comer el mejor bife de la ciudad". Él me miró con una sonrisa: "Está bien, pero ahora. Vamos ahora mismo". Desde ese mismo almuerzo tenemos una relación excelente.

A partir de ahí se vieron seguido. Fischer volvió a Buenos Aires en el '71, para jugar contra Tigran Petrosian y ganarse el derecho a disputar el título del mundo ante Boris Spassky. "En ese tiempo fue cuando él se enamoro de Buenos Aires", rememora Quinteros. También se acompañaron mutuamente en aquel duelo histórico del '72, en Reykjavik, Quinteros también estuvo presente. "Me invitó para que estuviera con él durante el campeonato", cuenta.

- ¿También lo invitó a festejar en la noche del título?
- Sí, aunque fue una celebración muy diferente a la que yo hubiera imaginado. Yo hubiera llenado un avión con todos mis amigos y cien botellas de champagne. Él, en cambio me invitó a su habitación, donde me esperaba con un tablero de ajedrez. "Te voy a mostrar por qué abandonó Spassky en la última partida", me dijo. Y la reconstruyó paso a paso para que yo la entendiera.

- Se comenta que en aquel torneo Fischer hizo pedidos ridículos para aceptar el desafío.
- Se comenta, pero no es cierto. Él dignificó el ajedrez. Exigía jugar con tableros opacos en lugar de brillosos, porque se consideraba un profesional y eso lo perjudicaba en cuanto a concentración y en cuanto a salud: lastimaba sus ojos. También peleó por premios en varias ocasiones. Pero es gracias a él que hoy un ajedrecista puede vivir de lo que ama. Antes no cobraba nada.

- ¿Y por qué cree que se hace tanto hincapié en su excentricidad, o hasta en su locura?
- Yo diría que quizá tuvo muchos problemas porque no se pudo adaptar al establishment. Me acuerdo, por ejemplo, que después del campeonato mundial de ajedrez que ganó recibió una oferta de Coca Cola por 500 mil dólares para hacer la publicidad. Él la rechazó por dos razones. Dijo: "Primero, yo no tomo Coca Cola. Segundo, la Coca Cola hace mal". Tenía esas cosas y lo tildaron de loco.

- Pero también habló pestes de Estados Unidos después del 11 de septiembre, por ejemplo.
- Eso tiene otra explicación. Fischer siempre fue un norteamericano de ley. Para muchos esto es desconocido, pero él no se iba a presentar en la segunda partida del match contra Spassky, en el '72. Hasta que lo llamo Henry Kissinger, de parte del presidente Nixon, y le dijo: "el pueblo necesita de esta victoria, necesitamos que dispute el match y lo gane". Era por una cuestión política en medio de la Guerra Fría. Para demostrar la superioridad estadounidense ante una escuela rusa de tradición ajedrecística. Fischer accedió y destrozó a Spassky. Voló a Nueva York y lo recibieron con una medalla de honor (lo recuerdo porque estaba con él, cada uno con una corona de laureles al bajar del avión donde esperaba una multitud). Pero la reacción que tuvo la casa blanca fue diferente. En lugar de invitarlo a él, que logró vencer a toda una escuela rusa, la invitaron a Nadia Comaneci, la gimnasta rumana que se había lucido en los Juegos olímpicos. Imagínese. ¡Una comunista! Él, eso, nunca lo perdonó.

- ¿Cómo eran los días de Fischer en Argentina?
- Él amaba el país. Le encantaba nuestra comida, decía que era la mejor del mundo. Le apasionaba sobre todo la carne, pero también lo volvía loco el jugo de naranja. Siempre nos juntábamos con él y con Antonio Carrizo y charlábamos por horas.

-¿De qué hablaban?
-Casi siempre de ajedrez. Y él tenía una debilidad por Sandro, por su música, por su manera de cantar. Él decía que Sandro era mucho mejor cantante que Elvis Presley. Un día se enteró de que estaba en Estados Unidos y lo fue a buscar... Lo admiraba mucho, realmente.

-La leyenda dice que, además, se la pasaba comprando trajes y vinos...
-Trajes sí, se habrá llevado unos cien trajes cada vez que estuvo en el país. Le fascinaba que fueran tan baratos. También le gustaban los zapatos y las cosas de cuero. Apenas llegaba se compraba un par de zapatos y se lo ponía. Amaba la ciudad, Buenos Aires. Él era un gran embajador de Argentina.

-¿Dónde hacía sus compras?
- Iba mucho por la Avenida Santa Fe, o por Florida. El problema era que la gente lo volvía loco. Se le tiraban encima, le pedían autógrafos, querían una foto con él. Era toda una celebridad.

Una celebridad que hoy, 50 años después de su más primera victoria resonante, puede haber perdido brillo, pero no ha perdido ni un poco de magnetismo.