<
>

El adiós de un grande

BUENOS AIRES -- Se veía venir, parecía una decisión cantada, pero también había quienes creían que querría forzar la máquina un tiempo más. A los 27 años, Guillermo Coria colgó la raqueta en el placard y, muy desmotivado, dijo basta. Sin dudas, por todo lo que dio y el altísimo nivel que supo mostrar, haciendo deleitar a millones de fanáticos, es un momento en el que a muchos se les cae un lagrimón.

Amado por su mano privilegiada para cambiar los ritmos e inventar jugadas como muy pocos, por lo que se supo ganar el apodo de Mago, y odiado por otros por algunas actitudes irreverentes y peleas con varios tenistas en el circuito de la ATP, este argentino dejó una huella imposible de olvidar. Es que, con su propuesta dúctil y atrevida, consiguió hazañas que provocaron aplausos y ovaciones al por mayor.

Coria, ese jugador pequeño de físico y gigante en talento, de mentalidad ganadora y con recursos de todo tipo para complicar a sus rivales, sobre todo en canchas lentas, llegó a ubicarse N° 3 en el ránking mundial, fue finalista de Roland Garros en el 2004, obtuvo nueve títulos (perdió otras 11 finales), ganó más de 200 partidos, embolsó casi 6 millones de dólares en premios oficiales (sin incluir contratos y exhibiciones) y derrotó a casi todas las figuras.

Por todo lo que logró en una cancha y por esa particular manera de jugar, Willy será por siempre recordado. Y su grandeza también puede medirse en el hecho de que, en Argentina, sólo Guillermo Vilas, su ídolo y por quien lleva ese nombre, alcanzó una ubicación más alta en la clasificación. Si bien fue el mejor en 1977, el Gran Willy figuró 2° en el ránking, mientras que Coria igualó el 3° puesto de Gabriela Sabatini y David Nalbandian.

Compañero de equipos juveniles y luego en la Copa Davis, Coria llegó a estar en el mismo lugar de Nalbandian, su archirrival histórico. Y quedó por encima de José Luis Clerc (4°) y de su enemigo número uno, Gastón Gaudio (5°), quien justamente le frustró su mayor sueño, el de ganar el Abierto de Francia, el Mundial de polvo de ladrillo, en aquella famosa e inolvidable definición del 2004.

Y cómo uno puede hacer un repaso y analizar lo que fue la carrera de Coria sin reparar detenidamente en aquel momento histórico. Fue la primera -y única, hasta hoy- final de un torneo de Grand Slam entre dos tenistas argentinos y, como si fuera poco, entre dos latinoamericanos. Aquella caída, la más dolorosa y decepcionante de su cambiante trayectoria, marcó un antes y un después. Sin ninguna duda.

Claro, más de uno, como el propio Coria, aseguran que después volvió a tener actuaciones destacadas. En realidad, eso sólo ocurrió en el 2005. Es cierto que volvió a ganarles a varios top-ten, que llegó a las finales de Monte-Carlo y Roma, ambas perdidas con el actual rey, el español Rafael Nadal. Inclusive, en Italia, el propio Willy reconoció haber jugado uno de sus dos mejores partidos. Pero su cabeza ya no era la misma.

Esa temporada levantó, en Umag, la última de sus nueve copas. Pero ya era otro. Y ni hablar de cuando surgió la lesión en el hombro derecho, que desembocó en una operación. Ya después llegaron las fatídicas y asombrosas dobles faltas, un karma que fue marcando a fuego sus problemas de confianza, al punto de cometer más de 20 en más de un encuentro. De ahí en más, nunca recuperó la solidez que había sido su marca registrada.

Por eso, volvamos entonces un tiempo hacia atrás. Aquel pibe con cara de nene, que había logrado el torneo junior de Roland Garros en 1999 (venció a Nalbandian en la definición) y terminó ese año N° 2 entre los Sub 18, había tenido un rally sensacional hasta aquella memorable final de París. Ganó cuatro challengers seguidos a fines del 2000 y terminó entre los 100 primeros en mayores, avisando que iba a dar de qué hablar.

Acto seguido, en Viña del Mar 2001, consiguió su primer título profesional y se instaló entre los top-30. Sumó experiencia y victorias en el 2002, hasta que en el 2003 explotó, ganando cinco campeonatos (fue su temporada con más triunfos), entre ellos su primero de la serie Masters, en Hamburgo. Y, vaya casualidad, superó en el duelo decisivo a otro compatriota, Agustín Calleri. Antes, en semis, eliminó a Gaudio en un choque polémico, ya abriendo la brecha entre ambos.

Venía de ser finalista en Mónaco y llegaba a la capital francesa como seria amenaza. De hecho, en cuartos logró una hazaña, siendo el otro mejor partido de su vida (éste ganado), como lo admitió el propio Mago: venció al estadounidense Andre Agassi, toda una leyenda viviente. Le sirvió para creérsela aún más, ya que así pudo derrotar a uno de sus dos grandes ídolos -el otro fue el chileno Marcelo Ríos, también ex rey-.

Pero en ese Roland Garros apareció un tapado total, el altísimo holandés y gran sacador Martin Verkerk, quien lo eliminó en tres ajustados sets. Fue el día que Coria, enojado por un punto perdido, tiró una raqueta hacia un costado en el court central y tuvo la mala suerte de haberle pegado a un ball-boy. Le ofreció disculpas decenas de veces, pero quedó preocupado y así no le encontró la vuelta a un difícil rival, que nunca más brilló en el circuito.

Allí se le escapó una buena oportunidad. Pero el argentino ya había avisado en serio y era un dolor de cabeza para todos, en especial en arcilla. Era top-ten, un lujo que se dio durante casi tres años consecutivos, ya que logró meterse entre los 10 mejores en mayo del 2003 y, salvo nueve semanas del 2005, estuvo en la cima hasta principios de mayo del 2006. Otra marca propia de un elegido.

Y llegó aquel 2004 bisagra, ya con más roce en la elite y una fe mayúscula. De hecho, obtuvo su única corona en su querido Buenos Aires, tomándose la revancha personal de la derrota de un año antes en la definición. Tuvo una serie envidiable, de un grande en serio, que le permitió llegar con la confianza por las nubes y el pecho inflado a su tan soñado Roland Garros.

Veamos: fue finalista en Miami (se retiró lesionado ante el estadounidense Andy Roddick), logró su segundo y último Masters, en Monte-Carlo (con baile incluido al alemán Rainer Schuettler en la definición), y fue otra vez finalista en Hamburgo (perdió con el suizo Roger Federer). Así, aterrizó en París como N° 3 del mundo y llegó casi caminando a la final, cediendo apenas un set, ante el inglés Tim Henman, en semis.

En la famosa finalísima, Coria se adelantó 6-0 y 6-3 contra un Gaudio no preclasificado y 44° en el ránking, que si bien venía de dejar en el camino al australiano Lleyton Hewitt y a Nalbandian, no parecía un obstáculo serio. Pero el mismo Gaudio, ya casi perdido por perdido, se soltó y levantó al público galo promoviendo una ola. Se relajó, empezó a jugar mejor y el propio Coria se sintió atado y comenzó a sufrir calambres, producto de sus dudas y temores.

El tesoro más preciado, el que parecía al alcance de la mano, se escapaba, ya hacía gestos de "no puedo más" a su banco y así Willy daba la impresión de derrumbarse. Llegó al quinto set, luchó con todo y hasta dispuso de dos match-points, pero falló en sus disparos y perdió 8-6. Su gesto adusto, su tristeza, su bronca interminable, contrastando con la felicidad extrema de su enemigo Gaudio, fue el principio del fin.

Por eso, sus fans no olvidarán jamás su dolor en aquel saludo, en aquella entrega de premios, en aquel consuelo de Vilas. E increíblemente apareció en la conferencia de prensa post-partido, donde lloró como un niño que se quedó sin su juguete preferido, molesto por los que, según afirmó, se burlaron de él por el dóping que le había dado positivo, tras consumir vitaminas contaminadas.

Si bien ya había superado ese mal trago y había salido adelante como un auténtico campeón, reventó como nunca antes ni después luego de esa derrota, increíble para muchos. Es cierto que luego llegó a una final en césped e inclusive en el 2005 trepó al duelo definitorio en Mónaco y Roma, pero aquella caída en su certamen favorito había dejado una huella imposible de borrar para este luchador tan obsesivo y autoexigente.

Versátil, sin fuerza física pero con una inteligencia tremenda, una mano envidiable y una velocidad de piernas asombrosa, Coria demostró ser un fuera de serie, ganando incluso un torneo en carpeta sintética. En su carrera, no haber podido ganar Roland Garros fue letal, porque de haberlo conseguido uno siempre creyó que habría tenido más confianza y tranquilidad, con el deber cumplido y sabiendo que podía intentar otro salto de calidad.

Por eso se cayó tanto. Y pensar que tuvo períodos en los que parecía imbatible en arcilla, donde costaba horrores ganarle puntos y ni qué hablar de sets y partidos. Dueño de una defensa imponente, traía pelotas que parecían perdidas y provocaba frustración en los adversarios. Asimismo, no haber podido asimilar aquella caída ante Gaudio también significó un déficit, ya que en lo psicológico jamás se repuso plenamente.

Así, el Coria que provocó idolatría absoluta por parte de muchos, admirado y elogiado por colegas por su tenis exquisito, también motivó varias controversias por diferencias con compañeros y rivales, al punto de no compartir, por ejemplo, la mesa del restaurante para comer con Nalbandian y Gaudio, en la semifinal de la Copa Davis perdida en Eslovaquia, en el 2005.

Su récord copero fue de 5-3, después de disputar cuatro series, siempre en singles y acumulando sus tres derrotas en partidos en canchas rápidas. Sin dudas, participó muy poco, con dos años en el conjunto albiceleste, para semejante figura. En su vida les ganó a todos o, mejor dicho, a casi todos, incluyendo a Nadal, Kuerten y Nalbandian, por caso. Aunque nunca pudo contra dos ex líderes mundiales como Federer y Roddick.

Fue un grande, pero uno cree que, de haber conquistado el Abierto de Francia, hubiese logrado más proezas y se habría mantenido más tiempo en la elite. Igual, se clasificó tres años al hilo para la Copa Masters, algo poco visto entre los latinoamericanos. Así, hizo historia, con sus tardes de gloria, sus vaivenes y sus peleas. Y de algo uno está muy seguro: si bien ya se lo extrañaba, ahora el vacío será aún mayor. Así, al Mago se le terminó la función. La tenística, al menos, claro.