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Porque sí, porque todos somos Belle

LOS ÁNGELES -- El VAR había exterminado a la Cenicienta Danesa. Raheem Sterling había desfallecido en el área, como la Odette de Tchaikovsky, al minuto 104. La tragedia del poder victimiza desde el manchón. Harry Kane dispara, Kasper Schmeichel repele. ¿Justicia divina? Justicia incompleta. Kane no perdona en el rechazo. Inglaterra 2-1 Dinamarca. La golondrina murió en pleno verano.

Termina la gesta en la Atenas del Futbol, en Wembley. 66 mil fanáticos atestiguan el sepelio de la maldición de 55 años. Inglaterra regresa a una Final. El VAR había mancillado la proeza. El VAR, creado para engendrar justicia, se ha promiscuado en engendrar injusticia.

Mason Mount escapa del festejo masivo para hacerlo particularmente inolvidable. Camina a la tribuna. Un tipo quiere impedirle el paso y levanta una garita con la mano. El mediocampista del Chelsea lo ignora. Hace sólo un gesto, hacia ahí, hacia el gentío, donde cohabitan daneses e ingleses.

Mount se acerca con la sedosa armadura, empapada de gloria, de historia, de histeria. Entre esa muchedumbre eufórica, resalta un pedacito ruidoso, efervescente, de saltarina humanidad. Bajita, delgadita, nívea, con la ensortijada melena pelirroja.

En el torso de su camiseta resplandece el número 10. Y un nombre: “Belle”. Bella, pues, como el juego mismo, como la noche misma, como la Eurocopa misma.

El jugador le entrega el testimonio eterno de la hazaña, en la satinada humedad de la camiseta. A Ella. A Belle, a ella, cuando chirriaban por esa misma bandera hecha camiseta, otros de los presentes, como el Príncipe William o el primer ministro Boris Johnson, quienes habrían mercado por ella, las manecillas del Big Ben.

Belle es paroxismo, histeria, euforia. Serendipia misma es. Recibe la prenda, húmeda, rociada de trasiego, de fiebre, de fervor, de lucha, de la bendita gloria de la victoria. Y la pequeña la arropa contra su cuerpo. La patria, festiva y entera, contra su pecho. Un rostro congestionado, transfigurado. Más colorado, más rojo, más carmesí, que su misma cabellera rebelde.

Nunca tanta felicidad se desbordó en una mueca tan poderosa de llanto. Tanta alegría que duele, que hiere, que lagrimea, que bufa, que sólo encuentra en el aullido del llanto la comprensión genuina de la dicha.

El padre de Belle la abraza. Y su rostro también se contrae, se contorsiona. El regocijo de su hija desdobla su propio regocijo. Ella conserva el trofeo más poderoso de la épica de esa noche, más allá de la inmundicia perversa de VAR.

En segundo plano, Mason Mount, voltea para ver la reacción. Escudriña, hurga. Incapaz de multiplicar panes y peces, al menos multiplicó la más explosiva y anhelada sensación del ser humano: la felicidad.

Belle, su nombre. Bella, pues. Como la escena misma, como el gesto mismo, como la Eurocopa misma. La oda de 22 segundos fue inmortalizada por Rem Williams (@remmiewilliams). Tiene cuatro millones de visualizaciones. Tantas almas acurrucadas alrededor de ella, tan nívea, tan pelirroja. Belle y su prole de cuatro millones de Belles.

Porque sí, porque todos somos Belle. No por Inglaterra, no necesariamente por Dinamarca. Ni tampoco por Italia. Sino por el futbol mismo. Una Eurocopa fantástica, estrujante, embelesadora, furiosa, con jugadores que han enaltecido las fantasías más fascinantes de un deporte llevado a la pureza misma de sus orígenes, claro, con la salvedad de ese intruso llamado VAR.

Porque sí, porque todos somos Belle. Porque las batallas se han prolongado a la exaltación física y espiritual de los tiempos extras. Porque se han extendido al veleidoso destino desde el manchón, donde los colectivos consuman a sus héroes y consumen a sus villanos.

Porque sí, porque todos somos Belle. Porque, aunque nunca se acercará Mason Mount a nuestras vidas, a nuestras almas de niños, pero a cambio de esa tersa coraza de seda, que arropará a Belle toda su vida, a todos, a cada uno, siempre nos quedan los recuerdos.

Porque sí, porque todos somos Belle.