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La eficacia del cyborg

BUENOS AIRES -- A punto de disputarse la final de la Champions League, las miradas vuelven a posarse sobre Cristiano Ronaldo.

Como casi siempre, el portugués, que es el máximo goleador histórico de la competencia, tiene en el horizonte cercano otro récord a igualar. Curiosamente -o no tanto- una marca propia: 17 goles en una misma edición, cantidad que alcanzará con sólo convertir una vez.

Ronaldo parece condenado a este tipo de evaluación cuantitativa. Nadie le discute su talento, aunque suele desplazarse al segundo plano.

Quizá su escaso carisma, su ensimismamiento y sus retoques anabólicos lo expongan a una observación sesgada.

A que se lo tome como un instrumento deportivo de alta precisión, cuya validez se corrobora en los asientos contables antes que en las artes de la gambeta y el pase.

Hasta su apodo, CR7, suena a refinado modelo de cyborg más que a héroe de un deporte popular.

Uno tiende a pensar que Cristiano puede ser un superdotado, pero difícilmente se convierta en un ídolo.

Acaso tampoco le importen las conexiones afectivas que facilita la pelota. Ni desarrollar la sensibilidad necesaria para interpretar el escenario completo, dentro y fuera del campo.

Su norte son los títulos, la suma productiva, los asombros que dispara el cuerpo atlético, largamente elaborado. Su presencia en la cancha implica un híbrido de entrenamiento intensivo y mercadotecnia.

Cristiano es un delantero veloz como pocos, habilidoso, de potente pegada y buen cabezazo. Y también un efebo áureo de la publicidad global, un ícono gay, una celebridad hecha y derecha con los millones, el brillo y la ostentación propios de su rango.

Calculo que esa composición heterogénea debe intimidar a más de un defensor al que le toca hacerle frente.

La velada soñada de Cristiano seguramente ha sido la de su hat-trick a Suecia, con la camiseta de la selección portuguesa, nada menos que en Estocolmo.

Esa noche de noviembre de 2013 estaba en juego la clasificación al Mundial y el duelo de países se redujo a una pulseada de vanidades, de personalidades excluyentes. Como en el desenlace de los western.

Cristiano metió tres y Zlatan Ibrahimovic dos. Como nunca, la parte por el todo, el individuo por el colectivo (la racionalidad de CR7) concretó su sentido pleno. El equipo fue uno sólo: él.

Fuera de eso, es probable que sus marcas inauditas no reditúen tanto para la camiseta a la que presta servicios como para su biografía.

Quizá sea un prejuicio. En contrario, alguien me puede decir que gracias a uno de sus tantos goles triplicados, ayer nomás el Madrid salvó la ropa ante el Wolfsburgo, revirtió el 0-2 del partido de ida y logró pasar a semifinal de la Champions.

La foja de servicios de Ronaldo lo pinta como un goleador exuberante. Sin embargo, ahora que se repite la final de 2014 en Lisboa, el gol que de inmediato ilumina la memoria es el de Sergio Ramos.

El empate con el último aliento y la soga al cuello, ya en el tiempo extra, que dio pie al suplementario y a la goleada del equipo que entonces conducía Carlo Ancelotti.

Cuando el partido era una fiesta y el Atlético había depuesto, exhausto, toda ambición, Cristiano metió el cuarto. De penal. Y lo gritó a lo loco, en cueros, como si hubiera cambiado la historia.